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pesar de los hijos. Se sentía acosada por la mala salud, igual que su
                     hermana y su hijo pequeño. Puesto que el pasado era un territorio
                     que ya no se podía reconquistar, quizá había llegado el momento
                     de afrontar lo inevitable en las mejores condiciones. Vencidos los
                     reparos de Mileva,  quedaba por superar un adversario quizá más
                     temible: la administración. «Tengo curiosidad por ver qué durará
                     más -le confiaba Einstein a su mujer- la guerra mundial o nues-
                     tros trámites de divorcio.» Duró más el divorcio.
                         Mileva fue  probablemente el gran amor de su vida.  En su
                     primer matrimonio lo había buscado todo, en cuerpo y espíritu.
                     En su correspondencia con Elsa, Einstein recupera el lenguaje de
                     un enamorado, pero la temperatura es más baja y se multiplican
                     los reparos:  «¡No es por falta de verdadero afecto por lo que el
                     matrimonio no deja de asustarme!». Con una nota de cinismo,
                     podlia decirse que Mileva encamaba el amor ideal para un joven
                     de veinte años, mientras que Elsa lo representaba para un hom-
                     bre de cuarenta. Su prima le proporcionó grandes dosis de paz,
                     a cambio de una afinidad menos profunda. Quizá no discutiera
                     mucho de física con Elsa ni los uniera un amor pasional, pero se
                     ofrecieron apoyo y compañía y compartían un gran sentido del
                     humor.  En ella encontró un modo de conjugar la necesidad de
                     afecto con la comodidad.

         «Me alegro de que mi esposa no sepa nada de ciencia,
         a diferencia de mi primera mujer.»
         -  EINSTEIN A  SU  ALUMNA  ESTHER  8ALAMAN,


                       . La sustitución de Mileva por Elsa ponía de manifiesto una
                    transición más soterrada. Tras la coronación de la teolia de la
                    relatividad general, Einstein empezó a mudar las ropas de icono-
                    clasta. Él mismo se lamentaba: «Para castigar mi desprecio hacia
                    la autoridad, el destino ha decretado que yo mismo me convierta
                    en autoridad».
                        Durante el proceso de divorcio, Einstein le hizo una promesa
                    a Mileva: «Jamás renunciaré a vivir solo, un estado que se ha reve-
                    lado como una indescriptible bendición». Tardó menos de cuatro





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