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partícula, a la que llamó  «positrón» por ser una copia del elec-
         trón con la carga contraria. Nadie se lo tomó en serio hasta que
         fue descubierta por Carl Anderson (1905-1991) en 1932, dando la
         campanada de salida a la mecánica cuántica de campos, hoy con-
         vertida en un gran monstruo teórico llamado «modelo estándar»
         y que es la teoría física más exitosa que ha existido jamás, siendo
         su victoria más reciente el descubrimiento del «bosón de Higgs»
         en 2012, una partícula necesaria para el buen funcionamiento de
         la teoría pero que no había podido ser observada hasta la fecha.
             El panorama actual deja el debate Boltzmann-Mach en un em-
         pate: por un lado, Mach tenía razón en afirmar que toda la materia
         es energía y,  hasta cierto punto, en rechazar la existencia de los
         átomos, al menos como constructos fundamentales; por el otro,
         Boltzmann acertó al imaginar la materia como algo cuantizado,
         no continuo sino discreto, y en considerar la teoría de la probabi-
         lidad como su punto de partida. Se podría decir que, en realidad,
         el debate ha sido superado por los hechos y que la naturaleza ha
         resultado mucho más sutil de lo que cualquier científico del siglo
         xrx hubiese podido esperar.
             Lo que sí está claro es que toda la física del siglo xx e incluso
         la del XXI lleva la impronta de Boltzmann: sobreviven sus métodos
         y sus ideas sobre la termodinámica; sobreviven los debates a los
         que dedicó su vida y sus agudas intuiciones sobre la naturaleza del
         tiempo. Sobreviven también los logros de la generación de gran-
         des físicos y químicos que él mismo entrenó y cuyos nombres han
         ido apareciendo a lo largo de este libro. Boltzmann no consiguió
         superar su neurastenia y sucumbió justo antes de poder disfrutar
         de su legado; podría decirse que no logró sobrevivirse a sí mismo.
         Dejó tras de sí una familia,  un legado científico y más dolor del
         que se vio capaz de soportar. Así, de ese hombre rechoncho que
         amaba la vida sobrevive mucho más que una lápida con una fór-
         mula inscrita en ella: queda una obra científica capaz de incitar a
         la reflexión y, por qué no, también a la sonrisa.












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