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obstante, Steve Jobs, Sergey Brin o Robert Noyce estaban repre-
sentados por los ingenieros y científicos victorianos que fueron
retratados en grupo el año que el Parlamento abolió el comercio
de esclavos, bajo el título Men of Science Living in 1807-8, como
si hubieran sido convocados al mismo tiempo en la biblioteca de
la Royal Institution.
Entre aquellos hombres excepcionales encontramos a Tho-
mas Telford (artífice de los canales), James Watt (máquina de
vapor), Joseph Bramah (prensas hidráulicas), Edmund Cartwright
(telar mecánico), Humphry Davy (lámpara de minero) o Edward
Jenner (vacuna contra la viruela). Entre todos ellos, sin embargo,
destacó un hombre que no era científico, .carecía de destrezas
matemáticas y procedía de un humilde estrato social, además de
pertenecer devotamente a una secta religiosa minoritaria que con-
dicionaba, para bien o para mal, todos sus pensamientos. No apa-
rece en el retrato de grupo porque aún era un joven condenado a
trabajar afanosamente para mantener a su familia. Pero, de haber
tenido la oportunidad de estar presente, probablemente hubiese
rechazado cortésmente la oferta, pues su humildad y su modes-
tia le obligaban a interpretar todos sus logros intelectuales como
meros designios divinos.
Su chispa, sin embargo, iluminó un mundo oscuro, convir-
tiéndose acaso en el más importante experimentador del siglo XIX,
amén de su incansable trabajo con el fin de divulgar y popularizar
la ciencia en las clases sociales menos afortunadas. Porque desde
bien temprano entendió que la ciencia no es cosa de torres de
marfil o de genios aislados, sino de colaboración, entendimiento
y esfuerzo colectivo. Este personaje singular y heterodoxo fue Mi-
chael Faraday. Sin duda, una fulgurante chispa en la oscuridad.
MÁS ALLÁ DE LA CHISPA DEL GENIO 151