Page 260 - ANTOLOGÍA POÉTICA
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en nuestro lecho matrimonial. No lo había visto
desde que nos acostamos ahí el día de nuestra boda.
No la llevé a mi propia cama.
Pensaba, que tras el fin de semana,
podrías aparecer —una visita sorpresa.
¿Apareciste, para tocar mi ventana oscura?
Así que me quedé con Susan, escondiéndome de ti,
en nuestro lecho de bodas —el mismo del que
en tres años sería llevada a morir,
en aquel mismo hospital donde, en doce horas,
te encontraría muerta.
El lunes en la mañana
la llevé a su trabajo, en la ciudad,
luego estacioné mi camioneta al norte de la calle Euston
y regresé a donde mi teléfono esperaba.
Qué pasó aquella noche, en tus horas,
es tan desconocido como si nunca hubiera pasado.
Qué acumulación de tu vida entera,
como esfuerzo inconsciente, como parto
empujando por la membrana de cada lento segundo
al siguiente, pasó
solamente como si no pudiera pasar,
como si no estuviera pasando. Qué tanto
sonó el teléfono ahí en mi cuarto vacío,
tú escuchando el tono en el auricular—
en ambos lados la evanescente memoria
de un teléfono sonando, en una mente
como ya muerta. Enumero
cuantas veces caminaste a la cabina del teléfono
hasta abajo de la terraza de St. George.
Estás ahí siempre que miro, saliendo
de la calle Fitzroy, cruzando
entre los bancos apilados de azúcar sucia.
En tu largo abrigo negro,
con tu trenza enrollada tras tu cabeza
caminas incapaz de moverte, o despertar, y ya eres
nadie caminando,
caminando en las vías bajo Primrose Hill
hacia la cabina de teléfono inalcanzable.
Antes de medianoche, después de medianoche. Otra vez.
Otra vez. Otra vez. Y, casi al amanecer, otra vez.
¿En qué posición de las manecillas de mi reloj
tu último intento,
ya profundamente rebasada
mi capacidad de escucharte, sacudió la almohada
de esa cama vacía? ¿Una última vez