Page 241 - Confesiones de un ganster economico
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                        comprendiendo que allí en Ecuador la batalla no se limitaría a la clásica lucha entre
                        los ricos del mundo y los menesterosos, entre los explotadores y los explotados. En
                        ese frente quedaría definido, en el fondo, lo que éramos en tanto que civilización. Un
                        pequeño país sería obligado a abrir sus selvas amazónicas a nuestras compañías
                        petroleras, pero la devastación que resultaría de ello iba a ser indescriptible.
                           Si nos empeñábamos en cobrarnos la deuda, las consecuencias llegarían mucho
                        más lejos de lo que nadie puede cuantificar. No se trataba sólo de la destrucción de
                        unas culturas indígenas, de vidas humanas y de cientos de miles de especies de
                        animales, reptiles, peces, insectos, y plantas, algunas de las cuales encierran tal vez el
                        secreto de la curación de una infinidad de enfermedades. No se trataba sólo del bosque
                        tropical húmedo que absorbe los mortíferos gases de invernadero expulsados por
                        nuestras industrias, que suministra el oxígeno esencial para la vida de todos, y que
                        alimenta las nubes de las que depende una elevada proporción del agua potable que
                        necesita el mundo. La trascendencia de la cuestión iba más allá de estas cuestiones
                        que agitan los ecologistas deseosos de salvar esos lugares. Afectaba a lo más profundo
                        de las conciencias.
                           Si continuábamos con esa estrategia estaríamos prolongando un esquema
                        imperialista que viene desde mucho antes del Imperio romano. Aunque vituperamos la
                        esclavitud, nuestro imperio global esclaviza a mayor número de gentes que los
                        romanos y todas las demás potencias coloniales que nos han precedido. Me pareció
                        dudoso que fuese posible ejecutar tan miope política en el Ecuador, dejando a salvo
                        nuestra conciencia colectiva.
                           Al otro lado de la ventanilla de mi Subaru contemplaba las laderas andinas
                        desforestadas, las mismas que en mis tiempos del Peace Corps lucían recubiertas de
                        exuberante vegetación tropical. Entonces me sorprendió otra revelación súbita. Que
                        aquella consideración de Ecuador como un frente de batalla de los más significativos
                        era puramente personal. En realidad, todos los países en donde yo había trabajado,
                        todos los que tuviesen recursos codiciados por el imperio, revestían idéntica
                        significación. Pero yo me sentía más unido a éste porque era el lugar donde perdí la
                        ingenuidad, allá de la década de 1960. Mi juicio era subjetivo, y respondía a una
                        inclinación particular.
                          Aunque el bosque tropical húmedo de Ecuador es precioso, como lo son las
                        naciones indígenas y todas las demás formas de vida que lo pueblan, no son menos
                        preciosos los desiertos de Irán, ni los beduinos cuyas tradiciones seguía Yamin. Ni
                        más ni menos preciosos que las montañas de Java, el mar de Filipinas, las estepas de
                        Asia, las sabanas de África, los bosques de Norteamérica, el casquete polar ártico y
                        cientos de



























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