Page 62 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                         Apenas estaba amueblado con cosas raras, que pare
                  cían no haber sido usadas nunca; los muebles eran de un estilo
                  algo parecido a los que había en los cuartos situados al sur, y
                  estaban cubiertos de polvo. Busqué la llave, pero no estaba en
                  la cerradura, y no la pude encontrar por ningún lado. Lo único
                  que encontré fue un gran montón de oro en una esquina, oro de
                  todas clases, en monedas romanas y británicas, austriacas y
                  húngaras, griegas y turcas. Las monedas estaban cubiertas de
                  una película de polvo, como si hubiesen yacido durante largo
                  tiempo en el suelo. Ninguna de las que noté tenía menos de
                  trescientos años. También había cadenas y adornos, algunos
                  enjoyados, pero todos viejos y descoloridos.
                         En una esquina del cuarto había una pesada puerta. La
                  empujé, pues, ya que no podía encontrar la llave del cuarto o la
                  llave de la puerta de afuera, lo cual era el principal objetivo de mi
                  búsqueda, tenía que hacer otras investigaciones, o todos mis
                  esfuerzos serían vanos. La puerta que empujé estaba abierta, y
                  me condujo a través de un pasadizo de piedra hacia una escale
                  ra de caracol, que bajaba muy empinada. Descendí, poniendo
                  mucho cuidado en donde pisaba, pues las gradas estaban oscu
                  ras, siendo alumbradas solamente por las troneras de la pesada
                  mampostería. En el fondo había un pasadizo oscuro, semejante
                  a un túnel, a través del cual se percibía un mortal y enfermizo
                  olor: el olor de la tierra recién volteada. A medida que avancé
                  por el pasadizo, el olor se hizo más intenso y más cercano. Fi
                  nalmente, abrí una pesada puerta que estaba entornada y me
                  encontré en una vieja y arruinada capilla, que evidentemente
                  había sido usada como cementerio. El techo estaba agrietado, y
                  en los lugares había gradas que conducían a bóvedas, pero el
                  suelo había sido recientemente excavado y la tierra había sido
                  puesta en grandes cajas de madera, manifiestamente las que
                  transportaran los eslovacos. No había nadie en los alrededores,
                  y yo hice un minucioso registro de cada pulgada de terreno. Bajé
                  incluso a las bóvedas, donde la tenue luz luchaba con las som
                  bras, aunque al hacerlo mi alma se llenó del más terrible horror.
                  Fui a dos de éstas, pero no vi nada sino fragmentos de viejos
                  féretros y montones de polvo; sin embargo, en la tercera, hice un
                  descubrimiento.

                         ¡Allí, en una de las grandes cajas, de las cuales en total
                  había cincuenta, sobre un montón de tierra recién excavada,
                  yacía el conde! Estaba o muerto o dormido; no pude saberlo a
                  ciencia cierta, pues sus ojos estaban abiertos y fijos, pero con la
                  vidriosidad de la muerte, y sus mejillas tenían el calor de la vida



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