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cordar que los ríos son hermanos nuestros y de ustedes y deberán enseñar a sus
hijos que hay que tratarlos como a hermanos.
Sabemos que el hombre de la ciudad no entiende nuestra forma de pensar
y de sentir. Para él, tanto es un trozo de tierra como otro y un extraño surge de
la noche para arrebatárnosla allí donde le venga en gana. Trata a su madre, la
Pacha, la tierra, y a su hermano, el cielo, como cosas que se pueden comprar y
vender como si fueran objetos, ovejas o espejos de colores. Su voracidad des-
truirá a la tierra, dejando a sus espaldas el desierto.
No sé, pero nuestra manera de ser y de vivir es distinta a la de ustedes.
Hasta la vista de sus ciudades es desagradable a los ojos nuestros. Tal vez
porque nosotros somos salvajes y no comprendemos nada. No hay lugar en
las ciudades de ustedes, un sitio donde percibir el crecimiento de las hojas o
escuchar el zumbido de los insectos.
¿Para que sirve la vida si no podemos escuchar el canto de los pájaros ni
el croar de las ranas? Nada es tan apreciado por nosotros, ya que todos com-
partimos el mismo aliento, respiramos el mismo aire. Ustedes no parecen ser
consciente de eso.
Pero si les vendemos nuestras tierras, tendrán que recordar lo inapreciable
del aire, que comparte su espíritu con la vida a la que da sustento. El viento, que
infundió en nuestros antepasados el soplo vital, recibirá nuestro último hálito,
el postrer suspiro. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deberán conser-
varlas como sagradas que son, como un lugar donde incluso el hombre blanco
pueda sentir el suave viento aromado de las flores de la pradera.
Otra condición que deberán aceptar ustedes, si decidimos venderles nues-
tras tierras, es que deberán tratar a los animales como hermanos.
Yo, un salvaje, no comprendo la vida de otra manera. He visto miles de pu-
mas muertos a tiros por ustedes desde un vehículo en marcha y abandonados,
estaban pudriéndose en las praderas. Como soy un salvaje, no alcanzo a com-
prender porqué un humeante caballo de hierro puede ser mas importante que
el ganado, al que nosotros matamos solo para sobrevivir.
¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos desaparecen también desapa-
rece el hombre.
Si les vendemos nuestras tierras, tendrán que enseñar a sus hijos que el sue-
lo que pisan son las cenizas de nuestros antepasados. Que la tierra ha sido re-
gada con la sangre de sus semejantes. Que la tierra es nuestra madre. Que todo
cuanto le ocurra a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra. Que cuando los
hombres escupen a la tierra se escupen a sí mismos.
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