Page 134 - Desde los ojos de un fantasma
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Tanto a la vendedora de diarios como al cantinero se les adornó la mirada con un

               brillo misterioso. Un hermoso fulgor que nada tenía que ver con el destello
               siniestro que se apreciaba en los ojos de quienes habían caído presas de la
               invasión de los Smileys. El brillo en la mirada de María y de Gio era el brillo del
               amor, pero ellos aún no lo sabían.


               Hay cosas que ni los cantineros de Lisboa son capaces de apreciar de primera
               mano.





               De la Torre de Ulises, que está en lo alto del castillo de San Jorge, surge lo que a
               primera vista parece ser una chimenea pero que en realidad es el ojo de un

               periscopio diseñado por Leonardo da Vinci.

               El ojo de cristal puede girar 360 grados y abarcar con su mirada Lisboa entera.
               Por medio de un sistema de pantallas y espejos, lo que la indiscreta pupila

               observa se proyecta sobre un plato gigante de unos dos metros de diámetro que
               funciona como una pantalla.

               Encerrado en la Torre de Ulises, un espectador puede ser testigo del

               desplazamiento de los barcos sobre el Tajo, el vuelo de las aves y hasta el
               caminar de las personas por las calles de la Baixa.

               Nadie miró desde el periscopio de Da Vinci la salida de los parroquianos tras la

               reunión en La Escalera. De haberlo hecho, el curioso observador habría notado
               en sus rostros, o incluso en su modo de caminar, que aquellas personas estaban
               dispuestas a hacerle frente a la amenaza que se cernía sobre Lisboa. La lucecita
               de esperanza que brillaba como una estrella desde Alfama podría parecer poca
               cosa ante la magnitud de los acontecimientos. Sin embargo, era un buen
               comienzo para la batalla que estaba a punto de comenzar.






               —Me gustaría ver los dibujos de su hija —le dijo Ricardo, el inventor de
               palabras, al señor Alves ya en la calle (al inicio o final de la escalera).


               —¡Qué bien! A ella le dará mucho gusto enseñárselos. Pase mañana por mi
               locutorio.
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