Page 78 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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Martina y Fidel son lo que se puede considerar como cazadores accidentales de
               coprolitos. La historia de su transformación ocurrió más o menos así:


               La pequeña ciudad de Zipitochi se dejaba derretir por el sol y arrullar con el
               vuelo en zigzag de los zopilotes hambrientos, mientras todo mundo dormía la
               siesta. El silencio reinaba en las calles y en la plaza central, porque el banco, el
               mercado, la oficina de correos, la escuela... ¡Todo el pueblo estaba cerrado! En el

               desierto las tardes pueden ser tan calurosas y somníferas que hasta las moscas
               quedan suspendidas en el aire y se las puede meter en un frasco de vidrio sin
               tapa del cual no saben salir nunca más. Tanto para los humanos, como para los
               animales, la actividad favorita en Zipitochi era dormir. Ese día no era la
               excepción: todos dormían. Eran alrededor de las tres de la tarde cuando un
               movimiento, al principio ligero y paulatinamente más fuerte, sacó a los
               durmientes de su sopor con una sacudida. La tierra crujió debajo del asfalto, las
               calles parecían surcadas por olas de cemento móvil y una grieta gigantesca se
               abrió en medio de la plaza central como si fuera la puerta de entrada al interior
               del planeta. Al principio, la gente se tardó en reaccionar y varios pensaron que
               los tremores eran parte de sus sueños, pero después, al caer de las camas,
               sillones o hamacas, los habitantes de Zipitochi se vieron obligados a admitir que
               el mareo no se debía al exceso de enchiladas, sino a un fenómeno de distinta
               naturaleza.


               La gente salió a la calle aún adormecida, caminando como si estuvieran en un
               barco en alta mar. Los perros olisqueaban los bordes de la nueva grieta en medio
               de la plaza, buscando quizá algún indicio de sus antiguos mapas olfativos. Sin
               ningún aviso, Zipitochi había cambiado para siempre en cuestión de minutos:
               había crecido varios metros al abrirse una tremenda zanja en medio de la ciudad,

               y mostraba una inclinación muy pronunciada. Esto trajo consigo un sinfín de
               problemas: por ejemplo, las casas más elevadas se quedaron sin agua y las que
               quedaron en la parte más baja se inundaron. Poco a poco, los adultos se
               empezaron a dar cuenta de todas las cosas que tendrían que cambiar para
               enderezar Zipitochi, sobre todo si querían seguir durmiendo la siesta de manera
               horizontal (a nadie le atraía la idea de rodar y caerse de la cama).


               En cuanto se espabiló un poco, el alcalde de la ciudad reunió a todos los
               pobladores en la plaza central, frente al edificio de gobierno, para organizar la
               reconstrucción. Hubo un poco de confusión, porque la gente se tuvo que dividir
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