Page 41 - El secreto de la nana Jacinta
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La fama del pirata Lorencillo era bien conocida en todo Veracruz. Aquel hombre

               pelirrojo y bajito era el terror de los puertos, y si bien de vez en cuando el
               corsario mostraba ciertos rasgos de humanidad, sus hombres eran temidos a
               causa de su ferocidad y crueldad.


               Los gritos y cañonazos se acercaban cada vez más al mesón. Después de algunas
               horas, don Diego apareció en la cocina. Venía sudando, y en su rostro
               descubrimos la gravedad de la noticia que tenía que anunciarnos.


               —Teresa, Ana, Jacinta, vengan acá. He salido a la plaza: la ciudad está tomada
               por ese diablo de flamenco y sus hombres. Han entrado a muchas casas y se
               están llevando todo lo que encuentran a su paso. En realidad, estos pillos vienen
               en busca de la plata de la flota. Don Félix Daza intentó frenar el avance de
               Lorencillo, pero no lo logró: el capitán de la guardia ha muerto. Ahora no queda
               más que intentar repartir la pólvora entre las rondas de caballería para acabar con
               los enemigos, pero hay pocas posibilidades de vencer.


               ”Mujeres, ustedes saben el cariño que mi esposa Jerónima y yo sentimos por las
               tres. En el mesón nada habría sido lo mismo sin su trabajo, sus guisos y sus
               recetas. Más que esclavas, nosotros pensamos en ustedes como parte de nuestra
               familia. Por eso lo hemos discutido ya, y Jerónima y yo tomamos una decisión.
               Lorencillo y sus hombres no sólo se llevarán toda la plata que encuentren a su
               paso. Estos hombres buscan, además, esclavos que capturar para vender en su
               próximo destino.


               ”Sería un crimen esperar a que estos señores entren al mesón y las lleven con
               ellos. Por eso, consideramos que lo mejor es darles su libertad a las tres; con
               ello, ustedes podrán intentar huir y esconderse en un lugar más seguro. Es mi
               última palabra, no aceptaré negativas: son libres desde ahora. Que Dios y su
               madre, la Virgen Santísima, las bendigan y protejan siempre. Ahora márchense
               ya. Sé que en la catedral hay mucha gente refugiada. Quizá puedan pasar allí la
               noche, y después busquen salir lo antes posible del puerto. ¡Anden, deprisa! —
               concluyó don Diego.


               Ana soltó el llanto. Teresa y yo la animamos y las tres abrazamos al que hasta
               entonces había sido nuestro amo. En ese momento entró doña Jerónima, quien
               con lágrimas en los ojos nos dio la bendición y nos apresuró para que

               escapáramos por la puerta trasera. Al salir del mesón descubrimos que la ciudad
               estaba volteada de cabeza.
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