Page 42 - El secreto de la nana Jacinta
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Decenas de niños y mujeres corrían de un lado a otro intentando escapar de los

               cañonazos de ambos bandos. Los hombres, por su parte, transportaban la pólvora
               y participaban ayudando a los soldados de la guardia enviados por el virrey para
               combatir a los invasores. Los cerdos, guajolotes, gallinas y perros estaban
               enloquecidos, y la gente que trataba de escapar los pateaba y tropezaba con ellos.


               Mucha gente salió de sus casas en ropa de dormir, tratando de llevar consigo
               algunas pertenencias y objetos de valor que deseaba rescatar.


               A lo lejos, ya en plena media noche, alcanzamos a ver las columnas de fuego que
               incendiaban algunos edificios. Todo era caos y confusión. Ana, Teresa y yo
               corrimos rumbo a la catedral, siguiendo los consejos de don Diego. Antes de
               llegar al templo, encontramos a Mateo de Astudillo, que, apenas nos vio, nos
               tomó con fuerza y nos llevó hacia un callejón. Allí estaban todos: Mateo, Felipe,
               Antonio, Gaspar, Catalina, Tomasa…


               —¡Pero mujeres!, ¿dónde se habían metido? Todos pensamos que habían sido
               capturadas por los invasores. Gracias a Dios que no es así —exclamó Tomasa.


               —A ver, morenos —exclamó Mateo—, ahora tenemos que pensar muy bien por
               dónde salir del puerto. Necesitamos hacerlo cuanto antes para ponernos a salvo
               de los salvajes luteranos.


               —Pero ¿adónde iremos, Mateo? —preguntó Ana, asustada y llorando.


               —A ver, mi mulatita, ya no llores. Saldremos del puerto y nos iremos a Yanga,
               donde ya están los negros libres, gozando de la vida en santa paz. Desde hace
               mucho que nos esperan —explicó Mateo.


               —Muy bien, compadre, pero será más fácil escapar si nos dispersamos y nos
               encontramos todos en el muelle de Santa Cruz —propuso Gaspar.


               —Tienes razón, Gaspar, será más fácil escapar si no llamamos la atención. Cada
               uno de nosotros buscará salir del puerto como pueda, después nos veremos todos
               en el muelle para huir rumbo a Yanga. Sea con Dios, que San Benito de Palermo
               nos lleve a todos con bien —dijo Mateo.
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