Page 37 - El secreto de la nana Jacinta
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Y así, entre risas, cantos, comida y bailes pasábamos las noches olvidando la
fatiga y el cansancio de los días. Bailábamos, comíamos, bebíamos y
cantábamos, pero todos sabíamos los excesos que había que evitar para no caer
en manos del Santo Oficio de la Inquisición. Hacia la medianoche, la fiesta se
terminaba y cada quien se retiraba a su casa para esperar el trabajo del día
siguiente.
Para mí la mañana empezaba temprano. Lista para iniciar la jornada, hacía la
primera parada en el mercado. ¡Qué puestos de fruta y verdura fresca, recién
cortaditas de las huertas y jardines de la ciudad y sus alrededores! Chicozapotes,
zapotes negros, guanábanas, papayas, naranjas, mangos, limas, limones y
plátanos alegraban con su colorido y aroma. También se vendían jitomates rojos,
tomatitos verdes, calabacitas tiernas, elotes y chiles de todo tipo. Ahí estaban las
hierbas de olor: el epazote, la hierba santa, las hojas de aguacate, el laurel y el
cilantro.
Caminar entre los puestos era placentero para la vista, el gusto, el oído y el
olfato. Los montoncitos de semillas y granos en el piso se alternaban con los
comales en los que se calentaban tortillas azules y amarillas; gallinas, guajolotes
y cerdos deambulaban cerca de los puestos de sus marchantes. También había
hongos, chocolate, canela, pimienta, nuez moscada, azúcar y sal. El ocote para
prender el fuego despedía su olor a resina y las flores de diferentes colores
regalaban su perfume. En los puestos de comida se encontraban lo mismo
sopecitos, tacos, caldos y sopas que dulces, bizcochos y buñuelos.
Pero hay que decir que al final del día aquel paraíso terrenal matutino se iba
convirtiendo en un verdadero purgatorio para cualquier mortal. El calor y la
humedad descomponían las frutas, las flores y las verduras. Las excrecencias de
hombres y animales se evaporaban en el ambiente y la plaza quedaba llena de
basura y desperdicios que flotaban en el agua anegada. Nubes de mosquitos
volaban sobre aquellos charcos de agua sucia y estancada, y para mediodía el
mercado era más un centro de podredumbre y mal olor que cualquier otra cosa.
Sin duda era mucho más agradable pasar por ahí en la mañana.
Una vez que compraba los mariscos y pescados frescos, los tomates, jitomates,
hierbas, semillas y especias, me apresuraba a llegar al mesón, donde Teresa y
Ana esperaban ya los ingredientes para iniciar la faena en la cocina. La Jaiba
Andaluza tenía muchos clientes. Todos provenían de diferentes sitios y se
dedicaban a distintos oficios. Algunos eran criollos dueños de negocios en el