Page 11 - Un abuelo inesperado
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Negué con la cabeza.
–¿Te imaginas que lo hubiesen inventado los griegos? Calamares a la griega:
suena muy raro. Por cierto, era rusa.
–¿Quién?
–Anna Karenina, quién va a ser. Rusa de Rusia. Como la ensaladilla. ¡Huuum!
¿Sabías que fue el chef Lucien Olivier Guillerminav, en Moscú, en 1860, el que
inventó la ensaladilla? Eso estará en el capítulo dos de mi libro.
No tenía ni idea, claro está.
–Adoro la ensaladilla rusa. Y los apellidos rusos –continuó–. Es un placer
pronunciarlos: Tchaikovsky, Dostoievski, Rachmaninov, o Tolstói. Da gusto
oírlos, ¿verdad? Resulta peor tener que escribirlos. Di un apellido ruso.
–Fernadev.
–¿Fernadev? No suena mal –contestó ella, con la boca llena–. Se han quedado
algo fríos. Una lástima. ¿No los quieres probar?
Volví a negar con la cabeza.
Terminó de masticar el último bocado y cogió el libro que llevaba en el regazo.
Gordo. Por lo menos de mil páginas. Lo abrió y sacó una fotografía en blanco y
negro. En ella, un hombre con la cara seria, apoyado en una barandilla, miraba
fijamente a la cámara. Detrás de él circulaba un camión, o tal vez estaba parado,
eso nunca se sabe en las fotos. Con el dedo índice, acarició la cabeza del
hombre, suspiró y se llevó la fotografía al pecho.
–Ojalá este tren llegase hasta Moscú. Que fuese invierno y los tejados, las calles
y las estatuas estuviesen cubiertos de nieve. Y la gente pasease con esos gorros
con orejeras, ushanka se llaman.
Se quedó pensativa, con la mirada perdida.
–¿Y tú adónde vas?
–A Ushanka. Quiero decir... al pueblo, con mis abuelos.