Page 15 - Un abuelo inesperado
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–¡Mira el río! ¡Qué bonito! «La vida baja como un ancho río», que decía el
poeta.
Me giré, pero ya era tarde. El río, los peces y el poeta habían desaparecido de mi
vista.
«Todo bien, mamá. La vida baja como un ancho río, y ya sé quién es Anna
Karenina. Dos mil trescientos cincuenta y dos besos». Mandé el mensaje.
Me relajé y cerré los ojos.
–¿Te has dormido? –me preguntó.
Abrí los ojos, estiré el cuello y negué con la cabeza.
–Yo soy incapaz de dormir en ningún medio de locomoción. No puedo y no
puedo. Si cierro los ojos, me mareo. Raro, ¿no? –me dijo la señora.
–Raro, sí.
–He probado a dormir con un ojo abierto, como los delfines. Yo los imito, pero
nada. Mira.
Mi vecina se calló y cerró un párpado. Estuvo así un par de minutos. Entonces
empezó a roncar. Como un cetáceo de color mercurio.
«Solo le falta hablar en sueños», pensé.
Apreté el botón y el respaldo se inclinó hacia atrás. Me recosté y pensé: «¿A qué
velocidad podría estar avanzando el tren? ¿A doscientos kilómetros por hora...?
¿Más? ¿Menos?». Alguien del vagón tosió, una, dos veces. Un señor se levantó a
estirar las piernas; pasillo arriba, pasillo abajo. Me puse a pensar en mis abuelos.
En la cara que ponía mi padre cuando se nombraba al abuelo. En las palabras
que me dijo mientras hacíamos la maleta.
Ni de lejos conocía sus gustos, sus aficiones. Menos aún a qué se había dedicado
durante toda su vida. Apenas sabía nada. Casi un desconocido.