Page 120 - Un abuelo inesperado
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Ni que decir tiene que aquella comida fue un éxito. La ensaladilla estaba
buenísima; el solomillo, sabroso, y la mousse de yogur, para chuparse los dedos.
Solo cuando me llevé la primera cucharada a la boca entendí por qué era el
postre preferido de papá, por qué habían ido los de la televisión a entrevistar a
mi abuela.
Ni que decir tiene que estuvimos buena parte de la tarde paseando por el pueblo,
que papá cruzó la carretera y caminó por la línea que partía el asfalto en dos.
Ni que decir tiene que Benito nos vio y salió con una sandía gorda, gigante, que
su mujer nos obsequió con una rosquilla para cada uno, que mi madre se puso
dos veces en la fila para repetir, pero no coló.
Ni que decir tiene que entramos en el restaurante, que nos recibió el zumbido del
frigorífico, que mi abuelo me regaló un cuaderno, este en el que estoy
escribiendo todo esto.
Ni que decir tiene que mi padre y el suyo hicieron las paces, que la visita se
alargó, entre risas y algún plato favorito más, que mis padres se quedaron a
dormir, apretados, en la habitación de mi tía emigrada.
Ni que decir tiene que Tarzán se volvió a esfumar, que no apareció ni para
despedirse ni para decirnos «Que tengáis un buen viaje» o «Ha sido un placer
conoceros».
Ni que decir tiene que la despedida fue triste, que asomaron las lágrimas,
también algún que otro vecino curioso.
–Volveremos para Navidad –dijo mamá.
–Lo prometemos –afirmó mi padre.
–Si nieva, haremos un muñeco de nieve –dijo mi abuelo–. Le pondremos a modo
de nariz una de las zanahorias del huerto de Benito. La más grande.
–Y yo cocinaré calamares a la romana, que me he quedado con las ganas –añadió
mi abuela.