Page 72 - Diario de guerra del coronel Mejía
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Duele mucho. Pero el Coronel no usó su arma tampoco en ese momento, a pesar
de que podía acribillarlos a todos.
—Ya. Déjenlo —dijo Orrantia, uno de cuarto grado que nunca se metía con el
Coronel. Orrantia y Bretón eran de los pocos que no lo insultaban.
Rodrigo arrojó una pelota al centro del patio y todos fueron tras ella. Fue cuando
el Coronel me dijo:
—Cabo. Patrullemos otra zona.
Así que caminamos por Enrico Martínez hasta llegar a la Ciudadela. En ese
tiempo, una parte de la Ciudadela, la que hoy pertenece a la Biblioteca México,
era una guarnición custodiada por soldados. Siempre había centinelas y no
permitían que se formaran grupitos enfrente del edificio. Pasamos la rotonda de
los cañones y el Coronel, como te puedes imaginar, se sintió muy en confianza al
ver más gente de la milicia. Por eso se acercó a uno de los soldados y lo saludó,
poniendo su mano derecha pegada a su frente.
—¡Firmes, soldado!
—¿Qué te pasa, niño? —contestó el otro, groseramente. Se veía que era tan
ciego que no podía distinguir el grado de mi Coronel. Suerte que éste no estaba
de malas o lo hubiera mandado fusilar.
—¿Qué zona será mejor que patrullemos, soldado?
—¿Qué zona? ¿De qué demonios hablas, chamaco?
—Yo creo que la zona de los juegos —se contestó a sí mismo el Coronel.
—A ver si no te lastimas con ese rifle, niño —se atrevió a decir el otro, que
seguro también era un simple cabo. Yo le mostré la lengua.
Y nos fuimos a la zona de juegos, entre las calles Tresguerras y Enrico Martínez.