Page 83 - Diario de guerra del coronel Mejía
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a la distancia a uno que vende carne y que tiene cara de italiano. Cuando

               terminamos, volvimos a la calle y yo consideré mi deber preguntarle si no
               necesitaba que la acompañara a otro lado, por ejemplo, al centro. Me dijo que no
               era necesario y caminamos de regreso a Avenida Chapultepec.


               Cuando atravesamos Bucareli le pregunté si no quería ser la enfermera de la
               tropa. Primero se rió y luego preguntó qué tenía que hacer. Le dije que curar a
               los heridos en batalla y dijo que eso sí lo podía hacer. Así que entonces le
               prometí que yo, en cambio, la protegería de cualquiera que quisiera hacerle
               daño.


               Me di cuenta de que no dejaba de reír. No sé si porque le daba mucho gusto o
               porque le parece cosa de chiste. De todos modos yo preferí decirle que la guerra
               no es cosa de broma y le platiqué algunas cosas que me contó el almirante
               Salomón de la Peña que pasan en la guerra, como que los soldados enemigos se
               roban a las mujeres y saquean las casas y todo eso. Ella aceptó que la guerra
               puede ser horrible y que, por el bien de la patria, curaría a cualquier soldado
               herido en la batalla.


               Cuando llegamos a la puerta de la vecindad, me di cuenta de que el cabo Ipana
               nos estaba espiando, así que lo tuve que volver a regañar enfrente de Sofi. A ella
               le dio risa que lo regañara (al parecer es una enfermera muy alegre, cosa que es
               muy buena porque eso levanta el ánimo de la tropa) y me preguntó cómo se
               llamaba el cabo, que si “Ipana” igual que la pasta de dientes. Yo le dije que sí,
               pero sin dejar de mirar al cabo, que por cositas así puede entrarle la vanidad y
               eso es muy mal visto en un soldado.


               Luego, acompañé a Sofi a través del fuego enemigo, por todo el patio de la
               vecindad. Subí la bolsa del mandado hasta su casa y me despedí de ella con un
               saludo militar. Ella hizo lo mismo, volvió a reír y cerró la puerta.






               Yo, el Coronel Alfonso Mejía de la Peña, prometo con todo mi honor y toda mi
               fuerza proteger al heroico cuerpo de enfermeras por todo lo que dure esta
               horrible guerra y también después, si se ofrece.






               Recuerdo que en esos días podías ver por la calle transitar autos Ford, Chevrolet,
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