Page 84 - Diario de guerra del coronel Mejía
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Pontiac, Oldsmobile y Cadillac. En las casas la gente oía enormes radios Philco,
Phillips y RCA Victor. Los chocolates que más nos gustaban eran Larín, Azteca
y Milky Way. Los adultos fumaban cigarros Carmencitas, Faros, Tigres,
Delicados, Elegantes, Rusos y Camel o Lucky Strike, los “de carita”, como les
llamaban a los importados. Los refrescos que podías ver en las mesas de las
familias mexicanas eran Orange Crush, Mundet y el agua de Tehuacán. ¿Pan de
caja?, tenía que ser Ideal. Y en los lavabos los jabones eran Palmolive, Colgate o
Castillo. Las pastas de dientes con las que las mamás nos obligaban a cepillarnos
antes de ir a la cama eran, sobre todo, Ipana y Forhan’s.
Al Coronel se le había ocurrido ponerme el apellido de Ipana aquella misma
noche en que decidió que necesitaba de una tropa para ir a la guerra. Se
encontraba empijamado y cepillándose los dientes frente al espejo cuando pensó
que Jorge era un bonito nombre para un recluta, y que Ipana era un buen
apellido.
Más de quince días después, esa tarde que Sofi Fuentes, al volver del mercado
Juárez, le preguntó si mi nombre era en verdad Jorge Ipana, sé que se puso un
poco celoso, pues lamentó que él mismo no se llamara de un modo similar.
Pensó por un breve instante que el nombre de Alfonso Mejía era menos bonito
que el de su propio subordinado y se molestó un poco. Claro que estos celos no
duraron mucho tiempo porque, después de esto, acompañó a Sofi Fuentes a
través del patio hasta su casa, cruzando el fuego enemigo, y esto lo hizo sentirse
lleno de orgullo. Tavo y Rodrigo jugaban con una pelota y con toda intención
trataron de pegarle al Coronel. Pero, para fortuna de mi superior, ambos tenían
muy mala puntería.
Cuando se despidió de Sofi Fuentes en la puerta de su departamento, sentía más
fuerte en el pecho ese calorcito que nunca había sentido antes. Por eso hasta se
olvidó de mí y, después de sortear el fuego enemigo e ignorar los insultos de los
otros niños, corrió a su departamento.
Se encerró en su habitación, arrojó su rifle a un lado y plasmó en su diario una
promesa. Porque cuando Sofi le había pedido, a mitad de la calle, entre el
mercado y su casa, que si la dejaba jugar a la guerra algún día con él, sintió que
ese calorcito que nacía cuando la ayudaba a cruzar la calle y que tardaba tanto en
apagarse, era la principal razón por la que los hombres no temen ir a la guerra y
pelear mil espantosas batallas.