Page 22 - El hotel
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Donde se cría el salero


               viva Cái, viva El Puerto


               y la Isla de San Fernando,


               Chiclana y el Trocaero.






               A veces, las tías se levantaban y bailaban. Pero solo la tía Rosa sabía bailar
               flamenco; las demás daban saltos y hacían pitos con los dedos, levantando los
               brazos, y lo llamaban el chiringüelo. A mis hermanos y a mí, al principio, nos
               daba vergüenza bailar, pero después ya no, y mientras recogíamos la mesa,
               íbamos dando brincos y moviendo las caderas: que la sal del mundo tienes y nun
               la meneas nadaaa...


               El abuelo Aquilino nos gritaba:


               –¡Cuidado con Nicanor! ¡A ver si vais a pisar al perru!

               Y todos hacíamos como que lo esquivábamos. Guardábamos las sobras para

               Nicanor y luego se las echábamos a las gallinas de los vecinos.

               Cuando ya estaba recogido el comedor, el señor Aguado, el notario, se levantaba

               muy ceremonioso. Nos miraba con los ojos graves y hondos, un poco de
               salmonete, uno de ellos detrás de un monóculo que brillaba como una moneda, y
               cabeceaba asintiendo entre satisfecho y melancólico. En el bolsillo de su
               chaqueta se veían los picos de su pañuelo escrupulosamente doblado. Después,
               desaparecía con su paso de notario, lento y solemne, y se iba en motocicleta a la
               estación a ver marchar el tren con destino a Orense.


               –¿Por qué el de Orense? –pregunté yo en una ocasión.


               –Coses de notario –respondió la tía Amalia.

               Y se arrancó a bailar una jota asturiana.
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