Page 26 - El hotel
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Y cuando se encontraban los calcetines desparejados o se multiplicaban los
               cepillos de dientes o desaparecían la botella de vino y los pasteles de la cena, el
               tío Servando decía:


               –¡Otra vez los bisabuelos!


               Y ponía los ojos en blanco y suspiraba con resignación ante las tenaces
               jugarretas de los fantasmas.


               Así que el hotel estaba lleno de vivos, y también de muertos, y todos éramos una
               gran familia.


               Entonces empezó el colegio.


               Mis hermanos y yo íbamos de la mano y nos mojábamos, porque casi siempre
               llovía. A veces llevábamos un paraguas y el viento lo empujaba tanto para arriba
               que parecía que íbamos a volar. Eso me gustaba; también los charcos que se
               formaban en el camino. Si podíamos, nos quedábamos un rato con las botas
               katiuskas enterradas en el barro, viendo los agujeros que formaba la lluvia a
               nuestro alrededor.


               No sé por qué mojarse la cara y que haga viento produce alegría.


               En el colegio tuve que presentarme y me puse colorada.


               Un día, de regreso a casa, tirando de las manos de mis hermanos, vi que un niño
               de mi clase nos seguía. Lo vi más veces, y una tarde me armé de arrojo, puse las
               manos en jarras y me encaré.


               –¡Y a ti qué te pasa!


               –Eres del hotel, ¿verdad? –preguntó tímidamente.


               Y entonces, de no sé dónde, salió una mujer muy grande, con las mejillas
               coloradas, el pelo corto y la cara cuadrada, como una pizarra. Llevaba un
               sobretodo azul y sus hombros y su pecho abarcaban todo el horizonte al que
               llegaban mis ojos.
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