Page 28 - El hotel
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GOYO
GOYO ERA EL HIJO DE LA FARMACÉUTICA, María la de los botes, grande
como un armario y bruta y buena como ninguna. De su madre, Goyo solo había
heredado la nobleza. Era esmirriado y frágil, y tan pacífico que parecía un
pazguato, como decían en el pueblo. Algunos niños del colegio le llamaban tonto
del bote, haciendo un juego con su apodo, y él no decía nada. Pero no era tonto,
solo que vivía un poco apabullado por su madre.
De tanto seguirme a la salida del colegio, nos hicimos amigos.
Un día le pregunté:
–¿Por qué no te defiendes cuando te llaman esas tonterías?
Él se encogió de hombros.
–Si tu madre se entera, los pone boca arriba –dije riéndome.
Pero él me miró muy serio.
–Eso es precisamente lo que no quiero.
Lo que más me gustaba de Goyo era aquella expresión huraña que achicaba sus
ojos marrones o grises, como de lluvia. Era callado y grave, pero se reía cuando
encontraba una castaña pilonga, una chapa o un nido de verderón en la horquilla
de un árbol.
Cogimos la costumbre de pasear en silencio por los alrededores del hotel. A
veces nos íbamos a los columpios del patio trasero. Mientras nos
balanceábamos, yo le contaba a Goyo sobre las personas tan célebres que vivían
en el hotel, y todo era viento y el chirriar de las cadenas de los columpios.