Page 33 - El hotel
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               EL SECRETO DEL SEÑOR AGUADO






               OCURRIÓ UN DOMINGO. Ya habíamos acabado de comer y de recoger el
               salón. Contemplábamos el chisporroteo de la chimenea del comedor, y su calor
               nos encendía las mejillas. El abuelo Aquilino, sentado en su sillón orejero,
               roncaba alegremente, levantando las punteras del bigote a cada resoplido. La tía
               Azucena cabeceaba en el sofá, con una tapa de cazuela en la cabeza cayéndole
               sobre la frente. También el forense y el tío Manolo se dejaban llevar por el sopor
               de la tarde, tan juntos en el sofá que parecían hermanos en lugar de rivales. La

               tía Juanita leía la carta de Faustino muy cerca del fuego y parecía una niña
               ilusionada. Los canadienses permanecían sentados, con las espaldas bien rectas,
               alrededor del teléfono, al que miraban fijamente como si así fuera a sonar. Creo
               que mamá Leo no estaba. Debía andar por algún puerto de Islandia. Mi madre y
               mis hermanos dormitaban abrazados en el otro sofá.


               Afuera, la lluvia golpeaba las ventanas, y era bonito escuchar su bravata y ver
               correr los caminos de agua en la oscuridad de los cristales. A lo lejos se oía el
               zumbido de una motocicleta que venía a unirse a los monótonos ruidos de la
               tarde y sus fantasmas. Era fácil imaginarse al perro Nicanor tumbado junto al
               fuego. La vida doméstica y apacible nos envolvía dulcemente.


               Y entonces la puerta se abrió de golpe.


               La tía Juanita levantó los ojos de la carta y su expresión soñadora se transformó
               en sorpresa. Y lo mismo la de la tía Azucena, que abrió mucho los párpados
               debajo de la tapa de cazuela. También los canadienses y mi madre y mis
               hermanos volvieron la cabeza, asombrados. Y no era para menos.


               El que había entrado con aquella vehemencia era el siempre discreto señor
               Aguado. Su monóculo colgaba de la cadena, balanceándose torpemente, y no
               llevaba el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta. Pero lo que más sorprendía era la
               expresión de dolor de su rostro. Bajo los chorros de agua que le caían del pelo
               empapado, sus ojos de salmonete parecían haber envejecido una barbaridad y se
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