Page 35 - El hotel
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canadienses.
–Está bien –dijo–. Debo confesaros por qué me gustaba ver marchar el tren de
Orense los domingos.
–No es necesario si no quiere, señor Aguado –dijo muy respetuosa la tía Juanita,
y todos la miramos con cara de pocos amigos.
–¡Que ze dezahogue, hombre, que ze dezahogue! –gritó Currito el forense.
–Eso –le apoyó el tío Manolo–, dejad al notario que hable.
–Hace años, cuando yo era un joven guapo y elegante –aquí volvió a carraspear
con humildad–, conocí a una mujer: Marineli. Trabajaba para las líneas
ferroviarias.
–¡En el tren de Orense! –gritó uno de mis hermanos, y recibió una colleja.
–Aquí, en Asturias –aclaró el señor Aguado–. Bien, Marineli tenía una voz
hermosa, hermosísima. Ya sabéis lo que nos gustan las voces hermosísimas a los
notarios –y aunque no lo sabíamos, nadie le interrumpió–. El caso es que nos
hicimos novios formales. Nos habríamos casado si no hubiera ocurrido aquella
desgracia.
–¡En el tren de Orense! –gritó otra vez mi hermano, y recibió otra colleja
merecida y más fuerte.
–Marineli enfermó. Ella luchaba por su vida y me decía que no podía dejarme
solo, y que por eso no iba a morirse. Pero, al cabo de unos meses, su cuerpo no
resistió y ocurrió lo peor. Murió. Y yo no pude soportarlo.
Aquí todos empezamos a llorar. O casi todos, porque los canadienses seguían
sonriendo y agitando las cabezas haciendo mucho esfuerzo por comprender. Yo
veía a la tía Juanita que se secaba las lágrimas con el papel de la carta de
Faustino, y a la tía Azucena que se escondía bajo su improvisado sombrero para
que no viésemos sus ojos emocionados. También al abuelo Aquilino se le
humedecieron las pupilas detrás de las gafas de pinza, y al tío Manolo y a
Currito les palpitaban las aletas de la nariz al tratar de evitar que se les
desbordara el llanto. Mi madre tuvo que secarse las lágrimas, y yo sabía en quién
pensaba ella porque yo también pensaba en mi padre. Miré las luces rojas del