Page 34 - El hotel
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le veía el desconsuelo hasta en el gesto de las manos. Con paso lento y

               atribulado, alcanzó el sillón que le correspondía por ser el inquilino más antiguo
               y se desplomó en él.

               –Se acabó. No volveré a la estación. No veré nunca más marcharse el tren de

               Orense –murmuraba entre gimoteos.

               Nos quedamos de piedra.


               –Pero, hombre... –trató de calmarle la tía Azucena–, ya será para menos. Algún
               día irá.


               –No y no –repetía desolado.


               Con tanto lamento, el abuelo Aquilino se despertó.


               –¿Pero qué pasa? ¡¿Qué pasa?! –gritó, aún saliendo del sueño.


               Y menuda voz la del abuelo.


               –Que el notario no quiere volver a ver la salida del tren de Orense –le explicó la
               tía Rosa.

               –¡Pero, alma de cántaro –exclamó el abuelo levantando ambas manos al cielo–,

               si llevas haciéndolo veinte años!

               –Ya, ya, pero no sigo.


               –¿Y qué es lo que ha sucedido, hijo? –preguntó ahora el abuelo con voz tierna.


               Daba gusto ver a aquel gigantón tratar de aquella forma tan delicada a sus
               huéspedes.


               El señor Aguado parecía no querer contarlo. Se hundió más en el sofá y, con
               todo lo serio y grave que era, se quedó allí engurruñado y llorando, como un
               miserable.


               No sé por qué yo también me encogí un poco y toqueteé las monedas que
               aquella misma mañana nos había dado el notario. Entonces él carraspeó como si
               fuera a desvelar el motivo de su decisión, y todos le rodeamos, incluidos los
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