Page 38 - El hotel
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–Murió Marineli sin que nos hubiéramos hecho una foto siquiera. Pero había
algo que aún quedaba de ella en este mundo, y eran las grabaciones que había
hecho para la compañía ferroviaria con las salidas de los trenes. Sí, su voz
hermosa, dulce y un poco amarga, como conteniéndolo todo, sonaba en la
estación cada vez que salía un tren. Y allí estaba yo, sentado en un viejo banco,
escuchando la voz de Marineli que ya no existía más que en aquella cinta vieja y
usada. Pero era ella y, cuando la oía, tenía la sensación de que estaba conmigo.
Poco a poco, fueron sustituyendo los trenes y las grabaciones, y solo quedó el
tren de Orense de los domingos. Allí estaba Marineli, en el aire de la estación
susurrando al viento: Tren con destino a Orense, vía uno. Destino Orense, vía
uno. Y yo sentía que estaba a mi lado, susurrándome al oído. Pero...
–Qué historia tan hermosa y tan triste –susurró la tía Juanita con la voz
conmovida y casi inaudible, y miró su carta un poco con desdén, reprochándole
que no escondiera una tragedia semejante.
–¿Pero qué? –preguntó un canadiense, y se puso colorado.
Todos estábamos tan atentos y compungidos con la historia del señor notario que
no advertimos la repentina buena pronunciación del inmigrante.
–Pero hoy –concluyó el señor Aguado volviendo a desplomarse en el sillón–,
hoy han cambiado la cinta, y el anuncio de la partida del tren de Orense lo hace
un vasco. ¡Un vasco!
Todos nos llevamos las manos a la boca para ahogar un grito, y la tía Juanita no
lo ahogó y sonó hasta en los Urrieles, que es un pico que está en la zona de
Llanes. Comprendimos a la perfección el abatimiento del señor Aguado. El
abuelo Aquilino se secó los bigotes, que goteaban a causa del llanto, y golpeó el
suelo de tal modo que comprendimos que haría algo para ayudar al notario.
Y en esas estábamos cuando, a los pocos días, comenzaron nuevas
preocupaciones, tan graves que la pena del señor Aguado pasó a segundo plano.
Y todo por culpa de un hombre menudo. Verás.