Page 106 - La vida secreta de Rebecca Paradise
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Último retrete a la izquierda






               Una vez leí que si atacas a la hormiga reina, todo el hormiguero se lanza a por ti

               para defenderla en una lucha a muerte. Debería haberme acordado de aquello
               antes de atreverme a desafiar a Sofía Jenkins.

               Hasta aquel momento, todos los niños de mi clase me habían parecido más o

               menos semejantes: un montón de hormigas iguales con sus risitas iguales, sus
               antenas iguales e iguales zapatillas de marca en sus tres pares de patas idénticas.
               Eso sin contar a Álex, ese amable mosquito trompetero.


               Sin embargo, Sofía era un insecto especial. Empecé a fijarme más en ella desde
               el día en que me mandó de vacaciones al psicólogo.

               Sofía medía más o menos lo mismo que yo. Seguramente pesaba lo mismo que

               yo. Incluso tenía el pelo del mismo color y, como yo, se lo recogía en una larga
               coleta con gomas de colores. De hecho, tenía la constante sensación de que Sofía
               me resultaba muy familiar. Y, sin embargo y por algún motivo misterioso, Sofía
               era en todo opuesta a mí. Era la Fabulosa Mujer Visible. Y es que mirase donde
               mirase, allí estaba ella.


               Cuando se formaba un grupo de trabajo en clase, Sofía era la primera en verse
               rodeada de niños. Si se jugaba al baloncesto, ella siempre resultaba ser una de las
               capitanas. Al terminar un ejercicio complicado de Matemáticas, una y otra vez se
               escuchaba la misma pregunta:


               –¿Qué te ha dado a ti, Sofía?


               «¿Qué harás este fin de semana, Sofía?». «¿Qué te parece este pantalón, Sofía?».
               «Sofía, ¿te vienes al baño?». «Sofía, Sofía, Sofía».


               Y ella iba de un lado a otro, de un pupitre a otro y de un niño a otro sonriendo,
               dando su opinión y recibiendo elogios sobre sus pendientes. Debía de tenerlos a
               cientos, porque cada día llevaba unos diferentes, todos enormes y brillantes,
               todos pensados para llamar la atención, para que se agitaran en sus orejas cuando
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