Page 169 - La vida secreta de Rebecca Paradise
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–Una historia sobre... ¿enfados? Conocí a un domador de pulgas que...


               –Sobre mentiras. Cuéntame una historia sobre mentiras –y luego añadí–. Por
               favor.


               –¡Bien! Tengo una estupenda sobre eso, y la conozco muy bien. Verás –dijo, y se
               me acercó con aire misterioso–, trata de una niña que decía un montón de
               mentiras.


               –¿Cómo se llamaba? –salté inmediatamente. De pronto, el enfado se había
               convertido en algo distinto. En algo que me hacía tener la boca seca.


               –Pues ahora mismo no lo recuerdo. ¿Qué te parece si la llamamos...?


               –¡No! –exclamé. Me latía muy deprisa el corazón–. Si no te acuerdas, no te
               acuerdas.


               –Bien, digamos entonces que era una niña sin nombre. ¡Sí, eso es! –George se
               levantó y se acercó a la ventana–. Verás, la niña sin nombre decía muchísimas
               mentiras. Casi no decía otra cosa. Su vida era algo así como un gran tablero de
               juego en el que, en vez de casillas, había mentiras. ¿Conoces eso de «de oca a
               oca y tiro porque me toca»? Bueno, pues lo suyo era más bien «de mentira a
               mentira, invéntate otra y tira».


               –¿Y nunca ganaba en ese juego?


               –No, no ganaba. Por más grande que fuese la mentira que se sacaba de la manga,
               de algún modo extraño siempre volvía a la casilla de salida. Vivía atrapada en su
               tablero.


               –Lo entiendo –afirmé, y era cierto–. ¿Y qué hizo?


               –Pues decidió escribir todas sus mentiras en hojas de papel. Quería saber si, tal
               vez, estaba utilizando las mentiras equivocadas.


               George se acercó al escritorio, levantó su silla, la puso junto a la mía y prosiguió:


               –Hizo dos montones con las mentiras. En uno de ellos... así, ¿ves?... puso las
               mentiras que todos creían –George había agarrado un montón de papeles
               desordenados de su mesa desastrosa y lo había separado en dos.
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