Page 53 - La vida secreta de Rebecca Paradise
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La Fabulosa Mujer Invisible






               Llegué el martes al colegio con mi cara de mujer invisible. ¡No es que llegase sin

               cara! Para ser una mujer invisible, no es necesario que los demás no te vean...
               Basta con que no te miren. Y para que nadie te mire, lo más inteligente es no
               mirar a nadie. Es un buen truco, aunque un poco agotador: uno tiene que estar
               siempre moviendo los ojos de un sitio a otro para no chocar con los de los
               demás. Del cemento del patio a las chinchetas del tablón de anuncios, de las
               chinchetas al encerado, del encerado a los tacones de Leanne, de los tacones de
               Leanne al cuaderno de Geografía, del cuaderno al cemento del patio. Al final,
               todo lo que se recuerda del día es un gran rompecabezas sin sentido.


               Lo que importa es que conseguí llegar con vida a la hora del recreo. Sin saber
               muy bien qué hacer, me puse a vagabundear por allí en busca de los mejores
               rincones donde refugiarme. A veces, los patios son despiadadamente abiertos y
               tienes que esconderte en los rincones de tu cabeza, rodeada de gente, y eso sí que
               es difícil. Cuesta mucho poner cara de rincón. Pero resulta que en mi escuela
               número cuatro había un escondrijo estupendo: un par de escalones al pie de la
               puerta trasera del comedor, bien resguardados tras un muro bajo de piedra. Me
               senté sobre el segundo peldaño, abrigada por un delicioso olor a sopa caliente

               que escapaba por alguna rendija de la puerta, y desenvolví el bocadillo que papá
               me había preparado. Asomando la cabeza sobre el muro, podía ver a los niños
               jugar y correr en todas direcciones, como un enjambre ensordecedor de insectos.
               El ruido era tan atronador que casi parecía silencio, y eso me gustaba. Por un
               instante me sentí segura y protegida.


               Y eso fue lo que duró: un instante. Una cabeza pelirroja acababa de aparecer al
               otro lado del muro.


               –Ayer me diste con la puerta en las narices.


               Pues no debí de golpearlas muy fuerte, porque me habían olfateado de maravilla.
               Lo mejor de todo es que Álex lo soltó con la misma sonrisa con la que uno dice
               «ayer lo pasamos estupendamente horneando galletitas».
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