Page 13 - Esquilo - Πέρσαι ♦ Los persas
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parte de los griegos; algo, por lo demás, merecido frente a un juvenil  (744, 782) e impío violador de
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       las leyes naturales y ofensor del dios de los mares al convertir el Helesponto en un camino (745 ss.),
       incendiador de templos, despojador de los sacros tesoros y destructor de efigies divinas (809 ss.).
            Pero no es éste el único problema teológico que se plantea; porque pasajes como 93 ss. y 724 s.,
       alusivos el primero al «engaño de los dioses tramador de asechanzas» y el segundo a la posibilidad de
       que una divinidad obceque, nos llevan al tema ya apuntado respecto a la Níobe y que se comentará al
       hilo de la Orestea, el de hasta qué punto resulta en definitiva responsable el mortal indefenso ante los
       omnipotentes poderes sobrenaturales.
            Otro recurso ingenioso del dramaturgo ha sido el contraponer al grotesco y andrajoso fantoche
       del antes excelso y ahora derrotado Jerjes, ante quien el coro final muestra poca piedad, a una figura
       ideal de que hablamos antes, el gran Darío, que nunca habría caído en esta trampa y al que prácticas
       necrománticas (633 ss.), quizá tomadas a la magia oriental, pero más probablemente inspiradas en el
       canto XI de la Odisea en que, como dijimos, se basan Los Psicagogos, hacen salir de su tumba para
       exponer la actitud griega sobre la cuestión. Y a Esquilo no le  preocupa nada  la falsedad de esta
       oposición entre generaciones a la que no se han dejado, desde luego, de buscar connotaciones edípicas:

       Jerjes, ayudado por su amante madre, quiere sobrepasar a Darío como Alejandro a Filipo en la famosa
       anécdota. El padre (pero ecos favorables sobre su figura llegan aún a Platón, Leg. 694 c s.) no sólo había
       dado, en los comienzos de su reinado, muestras de agresividad con sus campañas de Escitia y Tracia
       y de cruel dureza en el avasallamiento de las ciudades jónicas sublevadas, sino que luego mandó a sus
       generales contra Maratón, lo cual sabía perfectamente el combatiente escritor, se irritó grandemente
       ante la derrota y estaba preparando el desquite cuando le sorprendió la muerte; y, si creemos a
       Heródoto (VII 1 ss.), fue su hijo quien no sentía grandes deseos de atacar a Grecia hasta que su primo
       Mardonio le convenció.
            Lo importante, sin embargo, es que la lección moral, que también Atenas necesita, quede bien
       inculcada; y nadie negará que Esquilo lleva a cabo su plan con destreza. Por una parte, como no podía
       menos de suceder, despliega con acierto la versión griega de la batalla de Salamina en un hermoso
       relato de mensajero, no muy largo (249 ss.), pero que complementa útilmente la extensa narración de
       Heródoto (VIII 70 ss.) y las posteriores de Diodoro y Plutarco,  aunque  se muestre demasiado
       imaginativo en inverosímiles estampas como la congelación (495 ss.) del río Estrimón, fatal para las
       tropas invasoras, en región de la cual dijimos que el autor conocía bien. El descalabro, consecutivo a
       una retirada de los persas (480 ss.) bastante ordenada en definitiva, se debe según él a una venganza
       divina por el mencionado desmán de la travesía del Helesponto.
            Es digna igualmente de mención, en el aspecto histórico, la elegancia, apoyada desde luego en el
       sentimiento democrático de colectividad, con que  se abstiene Esquilo de citar, según se apuntó, a
       Temístocles y Aristides, a lo cual le impulsaba sin duda realistamente la convicción de que no era
       posible que los medos conocieran sus nombres; y, por cierto, es dudoso que, como se ha supuesto, esta
       obra de ambiente tan poco griego pueda contener, alusivamente y a partir de la crítica del imperialismo
       persa que luego se citará, una censura de las ideas expansionistas de Temístocles, de quien dijimos que
       probablemente al ser estrenados Los Persas ya estaba cumpliendo un ostracismo que iba a llevar consigo
       el exilio en Argos que se mencionó, la condena en rebeldía y el triste final de su refugio cerca de un
       sátrapa persa; pero también hay quien apunta que el ostracismo pudo producirse en 471, y en ese caso






       4  Pero su juventud no era más que relativa, pues llevaba seis años en el trono, como el mayor de los cuatro hijos habidos
       por Darío con Atosa según HERÓDOTO, VII 2, 2.
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