Page 406 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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MANEJOS  DE  HARPALO  EN  ATENAS              403

      tante que aún conservaban  de la  época  de  su  anterior  dominación;  en  tiempo  de
      Timoteo  habían  expulsado  de  sus  tierras  a  los  habitantes  de  Samos  y  repartido
      la  isla  entre  colonos  áticos;  ahora  éstos,  según  las  órdenes  del  rey,  deberían
      abandonar la isla  para  que  la  ocuparan  sus  antiguos  moradores  y  renunciar  a  las
      tierras  que  venían  cultivando  y  mejorando  desde  hacía  más  de  treinta  años.  Lo
      más sensible de todo o, por lo menos, lo más apropiado para provocar la irritación,
      era la  circunstancia  de  que  Alejandro  hubiese  formulado  esta  orden  en  términos
      que  parecían  reconocer  pura  y  simplemente  el  derecho  indiscutible  de  los  deste­
      rrados,  como  si  para  ello  no  fuese  necesario  contar  con  el  asentimiento  de  los
      estados a  quienes afectaba la  medida,  a pesar  de  que los  tratados  del  año  324  de­
      terminaban  expresamente  que  ninguno  de los  estados  aliados  ayudaría  a  los  fugi­
      tivos  de  otros  de  los  estados  de  la  confederación  en  sus  intentos  para  retornar
      por  la  violencia  a  su  patria.  Podía  alegarse  que  la  orden  de  Alejandro  ponía
      en tela de juicio la autonomía y la soberanía del estado  ateniense y que  el  demos,
      si se sometía  a ella,  se prestaría a  ser súbdito  de la  monarquía  macedonia.  ¿Acaso
      el  demos  ateniense  era  ya  tan  indigno  de  sus  antepasados,  acaso  Atenas  era  ya
      tan  impotente  que  iban  a  someterse  sin  más  a  una  orden  despótica?  En  esto
      presentóse  un  suceso  inesperado  que,  si  sabía  manejarse  hábilmente,  prometía
      robustecer  considerablemente  el  poder  de  los  atenienses  y  dar  una  gran  fuerza  a
      su negativa.

               M A N E JO S  DE  HARPALO  E N   ATENAS  Y   PROCESOS  CONSIGUIENTES
          Como  hemos  dicho,  Harpalo,  el  tesorero  mayor  de  Alejandro,  había  huido
      hacia  las  costas  del  Asia  Menor  con  treinta  barcos,  seis  mil  mercenarios  y  los
      inmensos tesoros confiados  a su  custodia,  se había  embarcado allí rumbo  al Atica
      y había llegado  felizmente,  en  febrero  de  este  año,  a  la  rada  de  Muniquia.  Fué
      a refugiarse allí, confiando en las simpatías  que le habían  ganado  entre  el  pueblo
       ateniense  sus  repartos  de  trigo  durante  el  año  del  hambre  y  en  el  derecho  de
       ciudadanía  que  con aquel  motivo  le  fuera  concedido  por  decreto  del  demos;  Ca-
      ricles,  el  yerno  de  Foción,  había  recibido  de  él  treinta  talentos  para  levantar  el
       sepulcro de Pitiónica, la cortesana, y seguramente se habría  congraciado  también,
       por medio  de  regalos,  con  otros  personajes  influyentes.  Sin  embargo,  por  consejo
       de Demóstenes, el demos se negó a darle asilo;  el estratega Filocles,  que mandaba
       la guardia  del puerto,  recibió  órdenes  para ofrecer resistencia,  si  el  fugitivo  inten­
       taba  desembarcar por la  fuerza.  En vista  de  ello,  Harpalo,  con  sus  mercenarios  y
       sus  tesoros,  hízose  a  la  vela  hacia  la  punta  de  Tenaro,  pues  aunque  la  orden
       proclamada por Nicanor beneficiaba a muchos de los desertores de Tenaro, abrién-r
       doles  las  puertas  de  la  patria,  aquel  mismo  decreto  surtió  entre  los  etolios  y  en
       Atenas  efectos  que  redundaban  en  provecho  de  Harpalo  y  de  sus  planes.  Por
       segunda vez se dirigió  al Atica,  ahora  sin  mercenarios y  con  una  parte  solamente
       del dinero robado. Esta vez Filocles no le negó la entrada;  Harpalo  era  ciudadano
       ateniense  y  se  presentaba  en  el  territorio  de  Atenas  sin  soldados  e  implorando
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