Page 441 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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438                    MUERTE  DE  ALEJANDRO

        pero  ya  no  podía  hablar.  Durante  aquella  noche,  el  día  siguiente  y  la  otra
        noche, la  fiebre  no  cedió y  el  enfermo  no  recobró  el  uso  de  la  palabra.
            Los  datos  que  nos  transmiten  las  fuentes  acerca  de  la  impresión  causada
        entre el  ejército y en la ciudad  por la  enfermedad  de  Alejandro  son  harto  verosí­
        miles.  Los macedonios agolpábanse  delante de palacio y pedían  ver al  rey;  temían
        que ya hubiese muerto y que  se lo  ocultasen;  sus lamentaciones,  sus  quejas  y  sus
        amenazas no cesaron hasta que, por fin, les abrieron las puertas; fueron desfilando
        todos ellos, uno tras otro, por delante  del lecho  de Alejandro,  el  cual,  incorporán­
        dose levemente, dió la mano a todos  sus veteranos  uno  por uno,  a la  vez  que les
        hacía  una  seña  casi  imperceptible  con  los  ojos:  era  su  último  saludo.  El  mismo
        día,  el  27  de  Daisios*,  Peitón,  Peuces tas,  Seleuco  y  otros  acudieron  al  templo
        de Serapis y preguntaron al dios si el  rey mejoraría  haciendo  que lo  trasladasen  a
        su santuario para  orar ante  él;  la  respuesta  recibida  fué:  “No  lo  traigáis;  que  siga
        donde está y pronto  se sentirá mejor” .  Al  día  siguiente,  el  28  de  Daisios,  al  atar­
        decer,  moría Alejandro.
            Todas las  demás  versiones  que  circulan  acerca  de  los  sucesos  de  los  últimos
        días  de Alejandro  son  poco  fidedignas;  algunas  de  ellas  manifiestamente  inventa­
        das, de buena  o  de mala  fe.  Ningún  dato  seguro  confirma,  en  particular,  la  ver­
        sión de  que  Alejandro  dispusiera,  de  palabra  o  por  señas,  en  su  lecho  de  muerte
        las medidas más urgentes que habían de adoptarse para asegurar la  sucesión  de su
        imperio y acerca de la forma en que debía instituirse una regencia.· Y si realmente
        no lo hizo,  cuando empezó  a  darse  cuenta  de  que  se  moría  carecería  ya,  eviden­
        temente,  de  la  claridad  de  espíritu  necesaria  para  comprender  lo  que  su  muerte
        significaba. Aquella escena muda y patética en que se despidió de sus macedonios
        fué, probablemente, la última manifestación de su  conciencia,  ya  en los  umbrales
        de  las  sombras;  las  horas  de  agonía  que  vinieron  después  ocultarían  a  sus  ojos
        vidriados la imagen dolorosa del porvenir que aguardaba a  su  obra y a  sus  planes.
            Con su último aliento comenzaron las disputas entre sus grandes, las subleva­
        ciones en su ejército, el derrumbamiento de su dinastía, la ruina de su imperio.


















            *   Véase  nota  21,  al  final.
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