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tiempos de Huáscar y Atahualpa, que fueron choznos de este Inca Vira-
cocha.
CAPITULO XXIX
LA MUERTE DEL INCA VIRACOCHA
EL AUTOR VIO SU CUERPO
URIÓ EL Inca Viracocha en la majestad y alteza de estado que se ha
M referido; fue llorado universalmente de todo su Imperio, adorado
por Dios, hijo del Sol, a quien ofrecieron muchos sacrificios. Dejó por he-
redero a Pachacútec Inca y a otros muchos hijos e hijas, legítimos en sangre
real y no legítimos; ganó once provincias, las cuatro al mediodía del Cuzco
y las siete al septentrión. No se sabe de cierto qué años vivió ni cuántos
reinó, mas de que comúnmente se tiene que fueron más de cincuenta los de
su reinado; y así lo mostraba su cuerpo cuando yo lo ví en el Cuzco, al
principio del año de mil y quinientos y sesenta, que, habiendo de venirme
a España, fui a la posada del licenciado Polo Ondegardo, natural de Sala-
manca, que era corregidor de aquella ciudad, a besarle las manos y despe-
dirme de él para mi viaje. El cual, entre otros favores que me hizo, me dijo:
"Pues que vais a España, entrad en ese aposento; veréis algunos de los
vuestros que he sacado a luz, para que llevéis que contar por allá".
En el aposento hallé cinco cuerpos de los Reyes Incas, tres de varón y
dos de mujer. El uno de ellos decían los indios que era este Inca Viracocha;
mostraba bien su larga edad; tenía la cabeza blanca como la nieve. El se-
gundo, decían que era el gran Túpac Inca Yupanqui, que fue bisnieto de
Viracocha Inca. El tercero era Huaina Cápac, hijo de Túpac Yupanqui y ta-
taranieto del Inca Viracocha. Los dos últimos no mostraban haber vivido
tanto, que, aunque tenían canas, eran menos que las del Viracocha. La una
de las mujeres era la Reina Mama Runtu, mujer de este Inca Viracocha. La
otra era la Coya Mama Odio, madre de Huaina Cápac, y es verosímil que
los indios los tuviesen juntos después de muertos, marido y mujer, como
vivieron en vida. Los cuerpos estaban tan enteros que no les faltaba cabe-
llo, ceja ni pestaña. Estaban con sus vestiduras, como andaban en vida: los
llautos en las cabezas, sin más ornamento ni insignias de las reales. Estaban
asentados, como suelen sentarse los indios y las indias: las manos tenían
cruzadas sobre el pecho, la derecha sobre la izquierda; los ojos bajos, como
que miraban al suelo.
El Padre Maestro Acosta, hablando de uno de estos cuerpos, que tam-
bién los alcanzó Su Paternidad, dice, Libro sexto, capítulo veintiuno: "Es-
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