Page 136 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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130 OCUPACION DE LAS COSTAS DEL ASIA MENOR
Glaucipo, un milesio de nota, presentóse en el campamento del rey a decla
rar, en nombre del pueblo y de las tropas mercenarias en cuyas manos se hallaba
la ciudad, que Mileto estaba dispuesto a abrir sus puertas y sus puertos por igual a
macedonios y a persas si Alejandro levantaba el sitio a la ciudad. Alejandro con
testó a aquella embajada que no había venido al Asia para contentarse con lo que
tuvieran a bien ofrecerle y que sabría imponer su voluntad; que, llegada la hora,
sería él quien decretaría el castigo o el perdón para la felonía que había movido
a la ciudad a ofrecer una resistencia tan punible como infructuosa; y que Glau
cipo se volviese cuanto antes a la ciudad y anunciase a los milesios que debían
prepararse para un ataque. A la mañana siguiente entraron en acción los arietes
y las máquinas quebranta-murallas, abriendo en seguida una brecha en éstas. Los
macedonios irrumpieron en la ciudad, mientras su flota, al darse cuenta desde su
fondeadero de que había comenzado el asalto, remaron hacia el puerto y bloquea
ron su entrada, de tal modo que las trieras, bien apretadas unas contra otras y
con sus espolones mirando hacia el mar, impedían a la flota enemiga prestar
ayuda a la ciudad y a los milesios salir de ella para ir a refugiarse a los barcos
persas. Los milesios y los mercenarios encerrados en la ciudad, acosados por todas
partes y sin perspectiva de salvación, la buscaban en la huida; unos fueron na
dando en sus escudos hacia los islotes de la salida del puerto, otros intentaban
deslizarse en botes por entre las trieras macedonio-helénicas; la mayoría pere
cieron dentro de la ciudad misma. Ya dueños de la ciudad, los macedonios, con
ducidos por el mismo Alejandro, se dirigieron hacia el islote para tomarlo, y
ya se habían lanzado desde las trieras las escalas de cuerda sobre las escarpadas
rocas de la orilla para saltar a ella, cuando el rey, sintiendo compasión hacia
aquellos valientes, que aun allí se disponían a defenderse o a morir con gloria,
ordenó que se les perdonase la vida a condición de que se enrolasen en su ejér
cito; así fueron salvados unos trescientos mercenarios griegos. Además, Alejandro
concedió la vida y la libertad a todos los milesios que no habían perecido en el
asalto.
La escuadra persa había contemplado, impasible, la caída de Mileto desde
su abrigo de Micale, sin hacer o intentar hacer lo más mínimo por ayudar a la
ciudad. Día tras día, salía a buscar a la flota helénica, con la esperanza de ten
tarla a combatir y todas las tardes regresaba, sin haber conseguido nada, a la rada
que le servía de fondeadero, punto de anclaje extraordinariamente incómodo,
pues por la noche tenían que ir a buscar agua potable hasta el río Meandro, como
a unas tres millas de allí. El rey maquinó el modo de desalojarla de su posición,
sin necesidad de que su propia flota abandonase el lugar seguro que ocupaba y
desde el que protegía, además, a la ciudad; envió a la caballería y a tres taxis
de infantería, al mando de Filotas, hacia la punta de Micale, siguiendo la costa,
con orden de que impidiesen todo desembarco del enemigo; las naves persas,
bloqueadas por tierra y privadas completamente de agua y de víveres, viéronse
obligadas a cruzar hasta la isla de Samos para proveerse de lo más indispensable.
Logrado esto, regresaron y formáronse en orden de combate, retando al enemigo