Page 406 - Egipto Tomo 1
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324 EL CAIKO
un verdadero ejército de empleados, los cuales se ocupaban exclusivamente en la adquisición
de los artículos necesarios y en la contabilidad de las sumas fabulosas que para ello estaban
presupuestadas. La escuela, dependiente del hospital, además de estar magníficamente
dotada, tenia su biblioteca particular y un pensionado para niños en el cual se daba
habitación, vestido y alimento á diez y seis huérfanos pobres.
El recuerdo de la fundación de Kalaun fué más duradero que el de sus hazañas bélicas,
pues aún al presente merece las bendiciones del musulmán, que abriga como pocos en su
corazón la virtud de la caridad, ya que cuanto hace el creyente en favor del prójimo, lo hace
por amor de Dios
y cree firmamente que sus obras serán tanto más estimables á los ojos del
Altísimo, cuanto más profunda sea la fé que las haya dictado. No es esto decir que el
musulmán tenga del espíritu de caridad la idea que se ha formado el cristianismo, idea que
alcanza á la humanidad entera; mas el creyente sabe que debe
y que ha
profesar amor á sus hermanos, los sectarios del Islam,
de ser para con ellos caritativo y liberal, perdonando sus injurias
y sufriendo con paciencia los agravios que se le dirijan. Entre
los cinco preceptos impuestos por el Profeta á los creyentes, es
el primero la oración y el segundo la- limosna: con la práctica de
ellos manifiesta su fé, y por lo tanto no debe sorprendernos que
un príncipe musulmán elevara en la ciudad que constituía en
aquel tiempo el centro de la religión islamita, un establecimiento
de beneficencia como el moristan , cuya grandiosa concepción fué
dictada por las más elevadas consideraciones del más puro
humanitarismo, ni que se encuentren actualmente instituciones á
ella parecidás, no sólo en el Cairo, sino también en todas y cada
una de las ciudades más importantes de Oriente.
Ni tampoco es esto decir que escaseen los mendigos en la
FUENTE PÚBLICA
ciudad de los Califas: los hay; pero esos desgraciados, por punto
general ciegos, unos guiados por lazarillos, otros recorriendo las calles con sorprendente
seguridad, sin más guia que un mal palo, raras veces producen la impresión de la miseria
opresora y repugnante. Imploran la caridad pública con la convicción íntima de ejercer un
derecho, y tanto es así, que con las palabras que dirigen al viandante, no tanto pretenden
•excitar su conmiseración, como recordarle el deber que tiene el rico de hacer partícipe al
necesitado de lo que á él le sobra, y el derecho que asiste al que de otra suerte no puede
ganarlo, para pedir por amor de Dios «el salario de su indigencia.» De aquí que se oigan en
boca del mendigo estas sentencias: «Soy el huésped del Señor y del Profeta, oh Dios
»generoso y magnífico,» con lo cual el que socorre su necesidad sabe que en este mero hecho
se convierte en acreedor del Omnipotente; ó «Pido á Dios el valor de un pan,» y el que se lo
entrega sabe que tiene derecho á esperar del Altísimo una recompensa parecida. A nuestros
ricos deberia causarles vergüenza el compararse, respecto del particular, con los habitantes