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MAL DE OJO.
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— ¿Tú? — preguntó Victoria, frunciendo lige-
ramente el entrecejo.
—Yo. Verás. Debo tener un lazo como ese, y
voy á prenderlo como tú te has prendido el tu-
yo. Vas á servirme de modelo.
Diciendo así, abrió el primer cajón de una có-
moda de nogal que formaba parte del menaje de
su tocador y buscó en las cajas de sus adornos
,
un lazo igual al que llevaba Victoria. Lo encon-
tró al fin, y dijo :
— Aquí está.
Era un lazo azul de color de cielo, que debía
caer sobre las ondas de sus rizos rubios como
una turquesa sobre engaste de oro.
Miró Victoria el lazo que le presentaba su ami-
ga , y, como antes las cejas , frunció ahora la bo-
ca , diciendo
— jAh! Es azul. Hermoso color, hecho ex-
presamente para las rubias. A las morenas (aña-
dió, mordiéndose los labios) nos está prohibido
usarlo.
Leocadia puso su lazo encima del tocador , y
se colocó delante del espejo. En un abrir y ce-
rrar de ojos deshizo todo su peinado , y aquellas
hermosas trenzas cayeron deshechas sobre sus
hombros y sobre sus espaldas en abundantes
ondas, como una cascada de oro. Nada más bello
que aquel torrente de rizos brillantes, al través
de los que asomaban las correctas líneas del per-