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Por Erik Alatriste Romero
               Para mi metáfora de lo inmensurable,

               sinónimo de lo invisible y lo visible, tú, mi espectro.
               A  son  de  mar,  Aurora  se  precipitaba  atravesando  las  bravías  y  frías  olas  de  un  mar
               ancestral. Era un crespúsculo ofuscante el que se disolvía con dilación, por la majestuosa
               iridiscencia del cuerpo seductor de la aurora en la cúpula estelar de la esfera, contrastada
               por la enferma y triste lobreguez, por la soledad del sonido en un astro vacío.
               Ceres se movía sosegada entre las tinieblas, entre el color blanco de las aguas vaporizadas
               y  el  ímpetu  volcánico  que  se  desangraba  en  rocas  ígneas,  y  a  través  de  la  tempestad
               energética,  el  infierno  interior  de  la  Tierra  se  iba  degenerando  en  rocas  metamórficas.
               Ceres impasible miraba los movimientos lunares en la opacidad, aquella danza que una
               dama  de  blanco  cuidaba  con  diligencia,  aquella  danza  entre  dos  almas  celestes,
               opacada por la arcaica y eléctrica atmósfera. Viajo a través de la eternidad, en calma
               mientras  el  tiempo  se  fracturaba  y  se  divergía  en  múltiples  inmensidades,  caminando
               cuando el ocaso abrazaba el firmamento, observando a los desiertos configurarse en la
               superficie del cielo acuático.

               Su fino y terso cuerpo de Diosa se elevó con el vigor de su mística existencia, abrazando al
               moribundo  fuego  de  las  agonizantes  pasiones  que  derramaba  la  Tierra  desde  su  centro
               para  formar  las  esculturas  donde  a  sus  faldas  la  apacible  Ceres  engendraría  la  flor  que
               descansaba en su matriz.

               Y  Ceres  comenzó  a  fundirse  con  cada  guijarro  presente  en  el  orbe,  descendió  de  las
               profundidades del cosmos siguiendo los caminos estelares trazados por las constelaciones
               que  hoy  conocemos,  aquél  desierto  plagado  de  cúmulos,  de  cuásares,  de  regiones
               oscuras y muertas, camino por esas dunas cuando nació con el tiempo, hasta encontrar la
               esfera en la que se difundió, se adsorbió, se absorbió, su líquido fértil fue formando surcos,
               como el agua buscando una salida entre los relieves de una Tierra joven, formando reinos
               arbóreos  custodiados  por  Verevactor,  Reparator,  Occator,  Sarritor,  Subrucinator,  Messor,
               Conuector, Conditor, Promitor, dioses encomendados por Ceres para cuidar de los frutos
               de  la  Tierra.  En  los  reinos  arbóreos  deambularon  criaturas  insólitas,  sirenas  de  exquisitos
               cuerpos,  ninfas  de  bellos  rostros  y  dulces  labios,  quimeras  buscando  el  amor,
               embalsamando  el  aire  de  ensoñaciones,  utopías,  especulaciones  e  ilusiones,  hasta  los
               rincones más caprichosos de un mundo desconocido, recién fertilizado.
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