Page 468 - El Señor de los Anillos
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—El corazón me incita a que sigamos —dijo Legolas. Pero tenemos que
mantenernos juntos. Seguiré tu consejo.
—Habéis elegido un mal arbitro —dijo Aragorn—. Desde que cruzamos el
Argonath todas mis decisiones han salido mal. —Hizo una pausa, mirando al
norte y al oeste en la noche creciente—. No marcharemos de noche dijo al fin.
El peligro de no ver las huellas o alguna señal de otras idas y venidas me parece
el más grave. Si la luna diera bastante luz, podríamos aprovecharla, pero ay, se
pone temprano y es aún pálida y joven.
—Y esta noche está amortajada además murmuró Gimli. ¡Ojalá la Dama
nos hubiera dado una luz, como el regalo que le dio a Frodo!
—La necesitará más aquel a quien le fue destinada —dijo Aragorn—. Es él
quien lleva adelante la verdadera Búsqueda. La nuestra es sólo un asunto menor
entre los grandes acontecimientos de la época. Una persecución vana, quizá, que
ninguna elección mía podría estropear o corregir. Bueno, he elegido. ¡De modo
que aprovechemos el tiempo como mejor podamos!
Aragorn se echó al suelo y cayó en seguida en un sueño profundo, pues no
dormía desde que pasaran la noche a la sombra del Tol Brandir. Despertó y se
levantó antes que el alba asomara en el cielo. Gimli estaba aún profundamente
dormido, pero Legolas, de pie, miraba hacia el norte en la oscuridad, pensativo y
silencioso, como un árbol joven en la noche sin viento.
—Están de veras muy lejos —dijo tristemente volviéndose a Aragorn—. El
corazón me dice que no han descansado esta noche. Ahora sólo un águila podría
alcanzarlos.
—De todos modos tenemos que seguirlos, como nos sea posible —dijo
Aragorn. Inclinándose despertó al enano—. ¡Arriba! Hay que partir dijo. El
rastro está enfriándose.
—Pero todavía es de noche —dijo Gimli—. Ni siquiera Legolas subido a una
loma podría verlos, no hasta que salga el sol.
Temo que ya no estén al alcance de mis ojos, ni desde una loma o en la
llanura, a la luz de la luna o a la luz del sol dijo Legolas.
Donde la vista falla la tierra puede traernos algún rumor —dijo Aragorn—.
La tierra ha de quejarse bajo esas patas odiosas.
Aragorn se tendió en el suelo con la oreja apretada contra la hierba. Allí se
quedó, muy quieto, tanto tiempo que Gimli se preguntó si no se habría
desmayado o se habría quedado dormido otra vez. El alba llegó con una luz
temblorosa y una luz gris creció lentamente alrededor. Al fin Aragorn se
incorporó y los otros pudieron verle la cara: pálida, enjuta, de ojos turbados.
El rumor de la tierra es débil y confuso —dijo—. No hay nadie que camine
por aquí, en un radio de muchas millas. Las pisadas de nuestros enemigos se
oyen apagadas y distantes. Pero hay un rumor claro y distinto de cascos de
caballo. Se me ocurre que ya antes los oí, aún mientras dormía tendido en la