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AUTOR                                                                                               Libro
               hubiera cruzado el claro.
                     Me puse de pie y retrocedí, aunque el soplo del viento era leve. Fui dando
               tumbos a causa del miedo, me volví y corrí de cabeza a los árboles.
                     Las horas siguientes fueron una agonía. Logré salir de los árboles al tercer
               intento, tantos como me había costado dar con el prado. Al principio no presté
               atención adónde me dirigía, ya que me concentraba sólo en el lugar del que escapaba.
               Me encontraba ya en el corazón del bosque, desconocido y amenazador, cuando me
               hube serenado lo bastante para acordarme de la brújula. Las manos me temblaban
               con tal virulencia que tuve que dejarla encima del suelo embarrado para poderla leer.
               Me detenía cada pocos minutos para situar la brújula en el suelo y verificar que
               seguía dirigiéndome hacia el noroeste mientras oía el apagado susurro de criaturas
               ocultas moviéndose entre las hojas cuando no los acaballaba el frenético sonido de
               succión de mis pisadas.
                     El reclamo de un arrendajo me hizo dar un salto hacia atrás y caí en un grupo
               de píceas, que me llenaron los brazos de raspaduras y me apelmazaron el pelo con
               savia. La súbita carrera de una ardilla para subirse a una cicuta me hizo gritar con
               tanta fuerza que me hice daño en mis propios oídos.
                     Al final, delante pude ver una brecha en la línea de árboles. Aparecí en un
               punto del camino que se encontraba a kilómetro y medio al sur de donde había
               dejado el coche. Subí dando tumbos por el sendero, ya que estaba exhausta. Lloraba
               de nuevo cuando logré meterme en la cabina del conductor. Bajé con furia los duros
               seguros del coche antes de desenterrar las llaves de mi bolsillo. El rugido del motor
               me dio una sensación cuerda y reconfortante. Me ayudó a controlar las lágrimas

               mientras ponía el vehículo al máximo de su potencia rumbo a la carretera principal.
                     Estaba más calmada, aunque hecha un lío, cuando llegué a casa. El coche
               patrulla de Charlie estaba en la avenida que llevaba a casa. No me había percatado
               de lo tarde que era. El cielo ya había oscurecido.
                     —¿Bella?  —me llamó  Charlie cuando  cerré  de un  portazo  la  puerta  de la
               entrada y eché los cerrojos a toda prisa.
                     —Sí, soy yo —contesté con voz vacilante.
                     —¿Dónde has estado? —bramó mientras cruzaba la entrada de la cocina con un
               gesto que no presagiaba nada bueno.
                     Vacilé. Lo más probable es que hubiera llamado a casa de los Stanley. Sería
               mejor atenerme a la verdad.
                     —De excursión —admití.
                     Estrechó los ojos.
                     —¿Qué ha pasado con la idea de ir a casa de Jessica?
                     —Hoy no me sentía con ánimo para estudiar Cálculo.
                     Charlie cruzó los brazos por delante del pecho.
                     —Pensé que te había pedido que te alejaras del bosque.
                     —Sí, lo sé. No te preocupes, no lo volveré a hacer —me estremecí.
                     Charlie pareció verme por vez primera. Recordé que había pasado un buen rato
               tirada en el suelo del bosque. ¡Menuda pinta debía de tener!




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