Page 49 - El Alquimista
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este  momento,  significaba  sombra,  agua  y  un  refugio  para  la  guerra.  De  la
               misma manera que un relincho de camello podía transformarse en peligro, una
               hilera de palmeras podía significar un milagro.

                   «El mundo habla muchos lenguajes», pensó el muchacho.

                   «Cuando los tiempos van deprisa, las caravanas corren también», pensó el
               Alquimista mientras veía llegar a centenares de personas y animales al Oasis.

               Los habitantes gritaban detrás de los recién llegados, el polvo cubría el sol del
               desierto y los niños saltaban de excitación al ver a los extraños. El Alquimista
               vio  cómo  los  jefes  tribales  se  aproximaban  al  Jefe  de  la  Caravana  y
               conversaban largamente entre sí.

                   Pero nada de todo aquello interesaba al Alquimista. Ya había visto a mucha
               gente llegar y partir, mientras el Oasis y el desierto permanecían invariables.
               Había  visto  a  reyes  y  mendigos  pisando  aquellas  arenas  que  siempre

               cambiaban de forma a causa del viento, pero que eran las mismas que él había
               conocido de niño. Aun así, no conseguía contener en el fondo de su corazón
               un poco de la alegría de vida que todo viajero experimentaba cuando, después
               de tierra amarilla y cielo azul, el verde de las palmeras aparecía delante de sus
               ojos. «Tal vez Dios haya creado el desierto para que el hombre pueda sonreír
               con las palmeras», pensó.


                   Después  decidió  concentrarse  en  asuntos  más  prácticos.  Sabía  que  en
               aquella caravana venía el hombre al cual debía enseñar parte de sus secretos.
               Las señales se lo habían contado. Aún no conocía a ese hombre, pero sus ojos
               experimentados  lo  reconocerían  en  cuanto  lo  viese.  Esperaba  que  fuese
               alguien tan capaz como su aprendiz anterior.

                   «No sé por qué estas cosas tienen que ser transmitidas de boca a oreja»,
               pensaba.  No  era  exactamente  porque  fueran  secretas,  pues  Dios  revelaba

               pródigamente sus secretos a todas las criaturas.

                   Él  sólo  tenía  una  explicación  para  este  hecho:  las  cosas  tenían  que  ser
               transmitidas  así  porque  estarían  hechas  de  Vida  Pura,  y  este  tipo  de  vida
               difícilmente consigue ser captado en pinturas o palabras.

                   Porque  las  personas  se  fascinan  con  pinturas  y  palabras  y  terminan
               olvidando el Lenguaje del Mundo.

                   Los  recién  llegados  fueron  conducidos  inmediatamente  ante  los  jefes

               tribales de al—Fayum. El muchacho no podía creer lo que estaba viendo: en
               vez de ser un pozo rodeado de palmeras —como había leído cierta vez en un
               libro de historia—, el oasis era mucho mayor que muchas aldeas de España.
               Tenía trescientos pozos, cincuenta mil palmeras datileras y muchas tiendas de
               colores diseminadas entre ellas.
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