Page 50 - El Alquimista
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—Parece  las  Mil  y  Una  Noches  —dijo  el  Inglés,  impaciente  por
               encontrarse con el Alquimista.

                   En seguida se vieron rodeados de chiquillos, que contemplaban curiosos a
               los animales, los camellos y las personas que llegaban. Los hombres querían
               saber si habían visto algún combate y las mujeres se disputaban los tejidos y
               piedras que los mercaderes habían traído. El silencio del desierto parecía un
               sueño  distante;  las  personas  hablaban  sin  parar,  reían  y  gritaban,  como  si

               hubiesen salido de un mundo espiritual para estar de nuevo entre los hombres.
               Estaban contentos y felices.

                   A  pesar  de  las  precauciones  del  día  anterior,  el  camellero  explicó  al
               muchacho  que  los  oasis  en  el  desierto  eran  siempre  considerados  terreno
               neutral, porque la mayor parte de sus habitantes eran mujeres y niños, y había
               oasis en ambos bandos. Así, los guerreros lucharían en las arenas del desierto,
               pero respetarían los oasis como ciudades de refugio. El Jefe de la Caravana los

               reunió  a  todos  con  cierta  dificultad  y  comenzó  a  darles  instrucciones.
               Permanecerían  allí  hasta  que  la  guerra  entre  los  clanes  hubiese  terminado.
               Como  eran  visitantes,  deberían  compartir  las  tiendas  con  los  habitantes  del
               oasis, que les cederían los mejores lugares. Era la hospitalidad que imponía la
               Ley. Después pidió que todos, inclusive sus propios centinelas, entregasen las

               armas a los hombres indicados por los jefes tribales.

                   —Son  las  reglas  de  la  guerra  —explicó  el  Jefe  de  la  Caravana.  De  esta
               manera, los oasis no pueden hospedar a ejércitos ni guerreros.

                   Para  sorpresa  del  muchacho,  el  Inglés  sacó  de  su  chaqueta  un  revólver
               cromado y lo entregó al hombre que recogía las armas.

                   —¿Para qué quiere un revólver? —preguntó.

                   —Para  aprender  a  confiar  en  los  hombres  —repuso  el  Inglés.  Estaba
               contento por haber llegado al final de su búsqueda.


                   El muchacho, en cambio, pensaba en su tesoro. Cuanto más se acercaba a
               su sueño, más difíciles se tornaban las cosas. Ya no funcionaba aquello que el
               viejo rey había llamado «suerte del principiante». Lo único que él sabía que
               funcionaba  era  la  prueba  de  la  persistencia  y  del  coraje  de  quien  busca  su
               Leyenda Personal. Por eso no podía apresurarse, ni impacientarse. Si actuara
               así, terminaría no viendo las señales que Dios había puesto en su camino.


                   «... que Dios colocó en mi camino», pensó el muchacho sorprendido. Hasta
               aquel  momento  había  considerado  las  señales  como  algo  perteneciente  al
               mundo. Algo como comer o dormir, algo como buscar un amor o conseguir un
               empleo. Nunca antes había pensado que éste era un lenguaje que Dios estaba
               usando para mostrarle lo que debía hacer.
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