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Esta premonición no es muy significativa, pues Kepler era muy
hipocondriaco y creyó prever su final en varias etapas de su vida.
Pero esta vez, efectivamente, tuvo una repentina y extraña enfer-
medad que en muy pocos días lo llevó a la muerte. Murió en Ratis-
bona el 15 de noviembre de 1630. Como había hecho en toda su
vida, no dio su brazo a torcer, manteniendo sus creencias religio-
sas a pesar de los esfuerzos de sus confesores católicos para reci-
bir su confesión en el lecho de muerte. Dijeron estos que en
silencioso extravío mental «señalaba con su índice ora hacia su
frente ora hacia el cielo sobre él». Evidentemente, hoy vemos que
ese gesto no era en modo alguno signo de extravío, sino de per-
fecta lucidez: de cara a la muerte, daba a entender que su vida
había sido un vuelo de su mente al firmamento, de su cabeza hacia
lo alto, donde estaba el mundo o donde estaba Dios, pues mundo
y Dios eran para él entes inseparables.
Para terminar una vida novelesca con un fin novelesco, sus
amigos los astros vinieron al sepelio del astrónomo. En efecto, el
día de su muerte hubo una caída de «bolas de fuego», una lluvia
de meteoritos especialmente deslumbrante. Y al día siguiente
hubo un eclipse de Luna. Algunos tomarían estas señales como un
manifiesto de los cielos en honor de quien tanto los estudió en
vida. En todo caso, fue una caída de telón apropiada y merecida
para el drama de la vida de un admirable astrónomo.
Fue, entonces, al parecer, perdonado por los luteranos y en-
terrado en su cementerio, como él siempre había querido, en las
afueras de Ratisbona. Sin embargo, las guerras y la peste asolaron
este cementerio y hoy los restos de Kepler están en paradero des-
conocido. Su epitafio fue el que él mismo habíá dispuesto:
«Mensus eram coelos, nunc terrea metior umbras.
Mens coelestis erat, corporis umbra yacet.»
( «Medía los cielos, ahora el interior de la tierra.
Del cielo era la mente, en la tierra yace el cuerpo»).
154 EL ESCRITOR