Page 154 - 12 Kepler
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Esta premonición no es muy significativa, pues Kepler era muy
                     hipocondriaco y creyó prever su final en varias etapas de su vida.
                     Pero esta vez, efectivamente, tuvo una repentina y extraña enfer-
                     medad que en muy pocos días lo llevó a la muerte. Murió en Ratis-
                     bona el 15 de noviembre de 1630.  Como había hecho en toda su
                    vida, no dio su brazo a torcer, manteniendo sus creencias religio-
                     sas a pesar de los esfuerzos de sus confesores católicos para reci-
                     bir su confesión en el lecho  de muerte.  Dijeron estos que  en
                     silencioso extravío mental «señalaba con su índice ora hacia su
                     frente ora hacia el cielo sobre él». Evidentemente, hoy vemos que
                     ese gesto no era en modo alguno signo de extravío, sino de per-
                     fecta lucidez: de cara a la muerte, daba a entender que su vida
                     había sido un vuelo de su mente al firmamento, de su cabeza hacia
                    lo alto, donde estaba el mundo o donde estaba Dios, pues mundo
                    y Dios eran para él entes inseparables.
                        Para terminar una vida novelesca con un fin novelesco, sus
                     amigos los astros vinieron al sepelio del astrónomo. En efecto, el
                     día de su muerte hubo una caída de «bolas de fuego»,  una lluvia
                     de  meteoritos especialmente deslumbrante.  Y al  día siguiente
                    hubo un eclipse de Luna. Algunos tomarían estas señales como un
                     manifiesto de los cielos en honor de quien tanto los estudió en
                    vida. En todo caso, fue una caída de telón apropiada y merecida
                    para el drama de la vida de un admirable astrónomo.
                        Fue, entonces, al parecer, perdonado por los luteranos y en-
                    terrado en su cementerio, como él siempre había querido, en las
                    afueras de Ratisbona. Sin embargo, las guerras y la peste asolaron
                    este cementerio y hoy los restos de Kepler están en paradero des-
                    conocido. Su epitafio fue el que él mismo habíá dispuesto:

                         «Mensus eram coelos, nunc terrea metior umbras.
                        Mens coelestis erat, corporis umbra yacet.»

                        ( «Medía los cielos, ahora el interior de la tierra.
                        Del cielo era la mente, en la tierra yace el cuerpo»).










         154        EL ESCRITOR
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