Page 40 - El Misterio de Salem's Lot
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allí estaba Hubie, colgado de la viga, con la forma del cuerpo recortada contra la luz
de la ventana.
—Oh, Ben, no es...
—Te aseguro que es la verdad —insistió él—. La verdad de lo que vio un niño de
nueve años y de lo que veinticuatro años más tarde recuerda el hombre. Hubie estaba
allí colgado y no tenía la cara negra, qué va. La tenía verde, con los ojos hinchados y
cerrados. Las manos lívidas..., horrorosas. Y entonces abrió los ojos.
Ben aspiró el humo de su cigarrillo y lo arrojó por la ventanilla a las tinieblas.
—Dejé escapar un chillido que debió de oírse a tres kilómetros y salí corriendo.
Caí por la escalera. Me levanté. Salí corriendo por la puerta principal. Seguí
corriendo por el camino. Los chicos me esperaban a casi un kilómetro de distancia.
Entonces me di cuenta de que todavía tenía en la mano el globo de cristal y... todavía
lo conservo.
—Pero... tú no crees realmente que viste a Hubert Marsten, ¿verdad, Ben? —Muy
a lo lejos, Susan alcanzaba a ver la luz amarilla y parpadeante que señalaba el centro
del pueblo y se alegró de verla.
—No lo sé —respondió él, después de una larga pausa. Habló con dificultad y de
mala gana, como si hubiera preferido negarlo y terminar con el tema—. Quizá estaba
tan exaltado que no fue más que una alucinación. Por otra parte, es posible que haya
cierta verdad en la idea de que las casas absorben las emociones que se generan en
ellas, que tienen una especie de... magnetismo interior. Tal vez una personalidad
adecuada, la de un chico imaginativo, por ejemplo, pueda actuar como catalizador
sobre esa carga magnética y conseguir que produzca una manifestación activa de... de
algo. No estoy hablando de fantasmas. Me refiero a una especie de televisión psíquica
en tres dimensiones. Quizá haya algo vivo. No sé, un monstruo o algo así.
Susan tomó uno de los cigarrillos de Ben y lo encendió.
—De todas maneras, pasé semanas enteras durmiendo sin apagar la luz del
dormitorio y durante toda mi vida he seguido soñando con que abría esa puerta.
Siempre que estoy nervioso, sueño con eso.
—Es espantoso.
—No. No tanto. Todos tenemos nuestras pesadillas.
Con un gesto del dedo pulgar, Ben señaló las casas dormidas y silenciosas que
bordeaban Jointner Avenue.
—A veces —continuó— me pregunto si hasta las tablas de esas casas gimen con
las cosas horrorosas que suceden en los sueños. —Hizo una pausa—. Si quieres,
podrías venir a la pensión de Eva y nos sentamos un rato en el porche. No puedo
invitarte a entrar, por las reglas de la casa, pero tengo un par de coca-colas en la
nevera y traeré el ron de mi habitación. Podemos echar un trago de despedida.
—Oh, me encantaría.
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