Page 41 - El Misterio de Salem's Lot
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Ben dobló por Railroad Street, apagó las luces del coche y se dirigió al pequeño
aparcamiento de tierra destinado a los huéspedes de Eva. El porche trasero estaba
pintado de blanco con filetes rojos y las tres sillas de mimbre colocadas en él miraban
hacia, el río. El espectáculo era deslumbrante. La luna del final de verano, atrapada
en los árboles de la ribera, pintaba a través del agua una senda de plata. En el silencio
del pueblo, Susan oía el débil gorgoteo espumoso del agua al verterse por las esclusas
del embalse.
—Siéntate, vuelvo enseguida.
Ben entró en la casa, cerrando suavemente tras de sí la puerta de repita, y Susan
se sentó en una de las mecedoras.
A pesar de lo extraño que era, él le gustaba. Susan no creía en el amor a primera
vista, pero creía que con frecuencia el deseo (disimulado con otros nombres más
inocentes) se encendía instantáneamente. Y sin embargo, Ben no era un hombre que
impulsara a escribir a medianoche en un diario íntimo; era demasiado delgado para su
altura, un poco pálido. Su rostro resultaba introspectivo y demasiado intelectual, los
ojos rara vez traicionaban sus pensamientos. Todo eso coronado por una densa mata
de cabello negro que daba la impresión de peinar con los dedos en vez de
cepillárselo.
Y esa historia.
Ni La hija de Conway ni Danza aérea traicionaban una disposición anímica tan
morbosa. La primera novela narraba la historia de la hija de un pastor que se escapa,
se une a los jóvenes rebeldes y hace un largo y azaroso viaje por todo el país en
autostop. La segunda era la historia de Frank Buzzey, un convicto fugado que
empieza una nueva vida como mecánico en otro estado, hasta que vuelven a
detenerlo. Los dos libros eran enérgicos y llenos de vida, y no daban la impresión de
que sobre ellos se balanceara la sombra de Hubie Marsten, reflejada en los ojos de un
chiquillo de nueve años.
Como si sus propios pensamientos la obligaran a hacerlo, Susan apartó sus ojos
del río y los dirigió casi involuntariamente hacia la izquierda del porche, donde la
última colina que se alzaba ante el pueblo impedía ver las estrellas.
—Ya está —dijo Ben—. Espero que esto te guste...
—Mira la casa de los Marsten —dijo ella.
Ben miró, y vio que había una luz allá arriba.
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Habían terminado el cubalibre pasada la medianoche; la luna casi había
desaparecido.
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