Page 46 - El Misterio de Salem's Lot
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la gente. Hay dos clases de personas: las que uno se puede llevar por delante y las que
           no se puede.» Los primeros excedían a los segundos en la proporción de diez a uno.
               Lamentablemente, su padre pertenecía al grupo menos numeroso.

               Hal miró por encima del hombro a Jack que, lento y soñoliento, iba poniendo en
           los cuatro primeros establos el heno que sacaba con la horquilla de un fardo roto. Ése
           era el tragalibros, el mimado de papá. También era un miserable, un infeliz.

               —¡Vamos! —le gritó—. ¡Date prisa con ese heno!
               Abrió los armarios para sacar la primera de las cuatro ordeñadoras y la arrastró
           por el pasillo. Su gesto era hosco por encima del resplandeciente artefacto de acero

           inoxidable.
               La escuela... ¡A la mierda con la maldita escuela!
               Los nueve meses siguientes se extendían ante él como una tumba interminable.




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                                                       4.30 h.




               La leche extraída el último día ya había sido procesada y de nuevo estaba camino

           de  Salem's  Lot,  pero  ya  no  en  tarros  de  acero  galvanizado  sino  en  cartones  que
           llevaban  la  colorida  etiqueta  de  la  granja  lechera  de  Slewfoot  Hill.  El  padre  de
           Charles  Griffen  comercializaba  la  leche  que  él  mismo  producía,  pero  eso  ya  no
           resultaba  práctico.  Las  cooperativas  habían  absorbido  a  los  últimos  productores

           independientes. El lechero representante de Slewfoot Hill en el oeste de Salem era
           Irwin Purinton, que empezaba su recorrido por Brock Street (conocida en la comarca

           como Brock Road, o El Semillero de Baches), para después recorrer el centro del
           pueblo hasta salir de él por Brooks Road. Win había cumplido los 61 años en agosto,
           y por primera vez en su vida, la jubilación inminente le parecía real y posible. Su

           mujer,  una  vieja  aborrecible  llamada  Elsie,  había  muerto  en  el  otoño  de  1973
           (precederlo a la tumba fue la única consideración que había demostrado hacia él en
           veintisiete años de matrimonio), y cuando finalmente le llegara la jubilación, Win se

           instalaría con su perro, Doc, un mestizo con mezcla de cocker, en Pemaquid Point.
           Sus proyectos radicaban básicamente en dormir todos los días hasta las nueve de la
           mañana y no ver nunca más un amanecer. Se detuvo frente a la casa de los Norton y

           el pedido llenó su cesta: zumo de naranja, dos litros de leche y una docena de huevos.
           Al bajar del carro sintió una debilísima punzada en la rodilla derecha. El tiempo sería
           bueno.  Escrito  con  la  letra  redonda  y  clara  de  Susan,  había  agregado  al  pedido

           habitual de la señora Norton: «Por favor, Win, deje una botella pequeña de crema
           ácida. Gracias.» Purinton volvió a buscarla pensando que le esperaba uno de esos días
           en que todo el mundo hacía pedidos especiales. ¡Crema ácida! Una vez que la había




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