Page 47 - El Misterio de Salem's Lot
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probado, había sentido náuseas.
El cielo empezaba a aclararse en el este, y en los campos que se extendían hasta el
pueblo, el rocío destellaba como miles de diamantes destinados a pagar el rescate de
un rey.
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5.15 h.
Hacía veinte minutos que Eva Miller estaba levantada. Vestía una bata harapienta
y un par de deformadas chinelas color salmón, y estaba preparándose el desayuno:
huevos revueltos, lonchas de tocino y una fuentecilla de frituras caseras. £1 refrigerio
se completaba con dos tostadas con mermelada, un vaso de zumo de naranja y una
taza de café. Era una mujer corpulenta, pero no exactamente gorda; le preocupaba
demasiado la pulcritud de su casa como para que alguna vez pudiera llegar a ser
gorda. Las curvas de su cuerpo eran heroicas, rabelaisianas. Contemplar sus
movimientos frente a los ocho quemadores de su cocina eléctrica era como ver el
incesante movimiento de la marea o las vicisitudes migratorias de las dunas.
A Eva le gustaba hacer la primera comida del día en esa soledad total, mientras
planeaba el trabajo que le esperaba para la jornada. Y vaya si tendría trabajo: el
miércoles era el día que cambiaba la ropa de cama. En ese momento tenía nueve
huéspedes, entre ellos el señor Mears. La casa tenía tres pisos y veintisiete
habitaciones, y también había que lavar los suelos, fregar las escaleras, encerar el
pasamanos y dar vuelta a la alfombra de la sala de estar. Pensó que le pediría a
Weasel Craig que la ayudara en algo, salvo que estuviera durmiendo la mona.
La puerta de atrás se abrió en el momento en que Eva se sentaba a la mesa.
—Hola, Win. ¿Cómo le va?
—Más o menos. Me duele un poco la rodilla.
—Oh, lo siento. ¿Quiere dejarme un litro más de leche y una botella de esa
limonada?
—Desde luego —dijo con resignación—. Ya sabía que iba a tener un día así.
Eva se dedicó a los huevos, pasando por alto el comentario. Win Purinton siempre
encontraba algo de qué quejarse, aunque bien sabía Dios que debería haber sido el
hombre más feliz del mundo desde que la arpía con que se había enganchado se cayó
por la escalera del sótano y se rompió el cuello.
A las seis menos cuarto, en el momento en que Eva terminaba su segunda taza de
café y estaba encendiendo un Chesterfield, el Press-Herald golpeó contra un lado de
la casa y cayó entre los rosales. La tercera vez en la semana; el chico de los Kilby se
estaba pasando de la raya. Tal vez estuviera harto de repartir periódicos. Pues que se
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