Page 50 - El Misterio de Salem's Lot
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que fuera necesario en las losas y la pared de piedra, y por la tarde iría al otro lado del
           pueblo, hasta el cementerio de Schoolyard Hill, donde solían sepultar sus muertos los
           miembros  de  una  secta  religiosa  ya  extinguida  en  el  pueblo.  Pero  el  que  más  le

           gustaba a Mike era Harmony Hill. No era tan antiguo como el osario de Schoolyard
           Hill, pero era un lugar agradable y sombreado. Mike esperaba que con el tiempo a él
           también lo enterrarían allí... dentro de un siglo o más.

               Tenía  veintisiete  años  y  había  cursado  tres  años  de  enseñanza  superior  de  una
           carrera bastante azarosa. Abrigaba la esperanza de poder terminarla algún día. Era
           buen mozo, de maneras sencillas y agradables, y no le resultaba difícil vincularse con

           las jóvenes solteras que los sábados por la noche iban al bar de Dell o a Portland. A
           algunas de ellas, el trabajo de Mike les provocaba aprensión, cosa que a él se le hacía
           difícil  de  entender.  Era  un  trabajo  agradable,  sin  un  patrón  que  anduviera  siempre

           vigilándolo a uno por encima del hombro, y se hacía al aire libre. Si tenía que cavar
           algunas tumbas o, de vez en cuando, conducir el furgón mortuorio de Cari Foreman,

           ¿qué problema había? Alguien tenía que hacerlo. Para su modo de pensar, sólo había
           una cosa más natural que la muerte, y era el sexo.
               Tarareaba una canción cuando dobló por Burns Road y puso segunda para subir la
           colina. El polvo seco del camino se elevaba tras él. A través de las densas frondas del

           verano,  a  ambos  lados  del  camino,  alcanzaba  a  ver  los  troncos  desnudos  de  los
           árboles que se habían quemado en el gran incendio de 1951, esqueléticos como viejos

           huesos que se desintegran. Mike sabía que por allí había árboles caídos contra los que
           uno  se  podía  romper  una  pierna  si  no  andaba  con  cuidado.  Pese  a  que  ya  habían
           transcurrido veinticinco años, aún perduraban las cicatrices del incendio. Así eran las
           cosas. En mitad de la vida, estamos en la muerte.

               El cementerio estaba situado en lo alto de la colina y Mike disminuyó la marcha,
           preparándose  para  abrir  el  portón,  pero  de  pronto  frenó  en  seco  con  un

           estremecimiento.
               Del portón de hierro forjado pendía, cabeza abajo, el cadáver de un perro, y el
           suelo estaba empapado en sangre.
               Mike bajó de la camioneta y se acercó. Se puso los guantes de trabajo que llevaba

           en el bolsillo de atrás y levantó con una mano la cabeza del perro, que cedió con una
           horrible facilidad, y se encontró con los ojos vidriosos y vacíos de Doc, el cocker

           mestizo de Win Purinton. Al perro lo habían ensartado en uno de los espigones del
           portón como a una res en un gancho de carnicería y las moscas, atontadas por el frío
           de la mañana, se amontonaban ya pegajosamente sobre el cuerpo.

               Mike  forcejeó  para  sacarlo,  sintiendo  que  se  le  revolvía  el  estómago.  El
           vandalismo de los cementerios no era novedad para él, especialmente hacia Todos los
           Santos, pero para esa fecha faltaba todavía un mes y medio, y además nunca había

           visto  una  cosa  así.  Por  lo  general,  se  conformaban  con  derribar  algunas  lápidas,




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