Page 52 - El Misterio de Salem's Lot
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divertirse  con  el  sexo  desde  la  escuela  primaría.  Disminuyó  la  marcha  mientras
           encendía  las  luces  intermitentes.  Mary  Kate  y  Brent  le  miraron  consternados.  —
           ¿Tenéis mucho que deciros? —les preguntó Charlie por el espejo—. Bueno, pues será

           mejor que os vayáis andando. Abrió las puertas plegables y esperó que los dos se
           bajaran aterrorizados del autobús.




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               Weasel  Craig  se  cayó  de  la  cama.  El  sol  entraba,  cegador,  por  la  ventana  del
           segundo piso. La cabeza le latía horriblemente, y arriba aquel tipejo, el escritor, ya

           estaba dándole a la máquina. Un hombre tenía que estar como una cabra para pasarse
           el tiempo así, tap-tap-tap, día tras día. Se levantó y, en calzoncillos, fue a comprobar
           en el calendario si ése era el día que cobraba su pensión por desempleo. No. Era el
           miércoles. La resaca de hoy no era tan grave como otras veces. Se había quedado en

           el bar de Dell hasta la hora del cierre, a la una, pero no tenía más que dos dólares y no
           había  podido  conseguir  que  le  invitaran  a  muchas  cervezas  cuando  se  le  acabó  el

           dinero. Estoy perdiendo el crédito, pensó mientras se frotaba la cara con una mano.
           Se puso la camiseta que usaba en invierno y verano, se enfundó en los pantalones
           verdes de trabajo y después abrió el armario para buscar su desayuno: una botella de
           cerveza para beberse allí mismo y una caja de copos de avena, de las que repartía la

           beneficencia, que prepararía abajo. Craig no soportaba los copos de avena, pero le
           había prometido a la viuda que le ayudaría a dar vuelta a la alfombra, y era probable

           que también tuviera que hacerle otras tareas.
               No es que le importara mucho, en realidad, pero se había venido abajo desde la
           época en que compartía el lecho de Eva Miller. El marido de ella había muerto en un

           accidente en el aserradero, en 1959, y la cosa había sido graciosa, si es que se podía
           aplicar tal calificativo a un accidente tan horrible. Por aquel entonces el aserradero
           empleaba sesenta o setenta hombres, y Ralph Miller era candidato para la dirección

           de la empresa.
               Lo  que  le  había  pasado  era  gracioso,  en  cierto  modo,  porque  Ralph  Miller  no
           tocaba una máquina desde hacía siete años, en 1952, cuando lo habían ascendido de

           capataz a empleado de oficina. En eso consistía la gratitud de los ejecutivos hacia
           uno, y Weasel suponía que Ralph se la había ganado. Cuando el gran incendio arrasó
           los pantanos para extenderse por Jointner Avenue, avivado por un viento del este de

           cuarenta kilómetros por hora, todo el mundo pensó que eso era el fin del aserradero.
           Los bomberos de seis municipios vecinos tenían bastante trabajo con tratar de salvar
           el  pueblo  como  para  distraer  hombres  en  una  operación  tan  descabellada  como  el




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