Page 53 - El Misterio de Salem's Lot
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aserradero de Jerusalem's Lot. Ralph Miller había organizado a todos los obreros del
segundo turno en una brigada para combatir el fuego, y bajo su dirección los hombres
mojaron el tejado e hicieron lo que los bomberos no habían sido capaces de hacer al
oeste de Jointner Avenue: levantar una barrera que contuvo las llamas y las desvió
hacia el sur, donde quedó totalmente controlado.
Siete años más tarde se había caído en una máquina de hacer pulpa de madera
mientras hablaba con unos visitantes de una empresa de Massachusetts, a quienes
había estado enseñándoles la planta, con la esperanza de convencerlos de que la
compraran. Resbaló en un charco de agua y cayó dentro de la máquina en las narices
mismas de los visitantes. Desde luego la posibilidad de cerrar el trato desapareció
junto con Ralph Miller. El aserradero que él mismo había salvado en 1951 se cerró
para siempre en febrero de 1960.
Weasel se miró en el espejo, salpicado de agua, mientras se peinaba el pelo
blanco, aún abundante y espeso a sus sesenta y siete años. Era la única parte de su
persona a la que, al parecer, le sentaba bien el alcohol. Después se puso la camisa de
trabajo de color caqui y, con su caja de copos de avena en la mano, bajó por las
escaleras.
Y allí estaba él, casi dieciséis años después que todo aquello hubiera pasado,
haciendo de ama de llaves para una mujer con quien antaño había mantenido
relaciones sexuales, y que todavía seguía pareciéndole condenadamente atractiva.
En cuanto le vio entrar en la soleada cocina, la viuda se abalanzó sobre él como
un buitre.
—Oye, ¿podrías encerarme el pasamanos del frente una vez hayas tomado el
desayuno, Weasel? ¿Tienes tiempo?
Ambos mantenían la ficción de que él hacía esos trabajos como favores, no en
pago de los catorce dólares semanales que costaba su habitación.
—Cómo no, Eva.
—Y la alfombra del salón de enfrente...
—... habría que darle la vuelta. Sí, lo recuerdo.
—¿Te duele la cabeza esta mañana?
Eva formuló la pregunta sin dejar que en su voz asomara compasión alguna, pero
Weasel la sentía vibrar por debajo de la epidermis.
—En absoluto —contestó mientras ponía a calentar el agua para la avena.
—Es que viniste tarde, por eso te lo preguntaba.
—No dejas de vigilarme, ¿eh?
Weasel la miró, enarcando una ceja, satisfecho de ver que ella todavía podía
ruborizarse como una colegiala, aunque ya hacía casi nueve años que habían dejado
de lado toda diversión.
—Vamos, Ed...
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