Page 48 - El Misterio de Salem's Lot
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quedara ahí un rato. Los primeros rayos del sol, un oro tenue y precioso, entraban
           oblicuamente por las ventanas del este. Para Eva era el mejor momento del día, y no
           tenía la intención de dejar que nada perturbara su paz.

               Sus  huéspedes  tenían  derecho  a  usar  la  cocina  y  la  nevera,  lo  cual,  como  el
           cambio semanal de ropa de cama, estaba incluido en el precio, y la paz no tardaría en
           romperse cuando Grover Vernil y Mickey Sylvester bajaran a prepararse sus cereales

           antes de salir para la tejeduría de Gates Falls donde trabajaban.
               Como si con este pensamiento hubiera acelerado su aparición, se oyó correr el
           agua en el baño del segundo piso y en las escaleras empezaron a retumbar las pesadas

           botas de trabajo de Sylvester.
               Eva se levantó de su asiento para ir en busca del periódico.




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               Los  tenues  gemidos  del  bebé  perforaron  el  liviano  sueño  mañanero  de  Sandy
           McDougall, que se levantó para atender al niño con los ojos todavía hinchados. Se

           golpeó en la pierna contra la mesita de noche y soltó una maldición.
               Al oírla, el bebé chilló con más fuerza.
               —¡Cállate, que ya voy! —le gritó Sandy.
               Por  el  estrecho  pasillo  de  la  caravana  fue  hasta  la  cocina.  Era  una  muchacha

           delgada en quien ya quedaba muy poco de la belleza que en algún momento podía
           haberla agraciado. Sacó de la nevera el biberón de Randy y pensó en calentárselo,

           pero después decidió que sólo tenía ganas de mandar al diablo todo. Si tanta hambre
           tienes, mocoso, te lo puedes tomar frío, se dijo.
               Fue hasta el dormitorio del niño y lo miró fríamente. Tenía diez meses, pero era

           enfermizo y llorón. Todavía no hacía un mes que había empezado a gatear. Tal vez
           tuviera polio o sabe Dios qué. Ahora tenía algo en las manos. Sandy se acercó más,
           pensando qué demonios había encontrado.

               Sandy tenía diecisiete años, y en julio ella y su marido habían celebrado el primer
           aniversario  de  su  boda.  En  el  momento  de  casarse  con  Royce  McDougall,
           embarazada de seis meses y sin posibilidad de disimular su estado, el matrimonio le

           había parecido la bendición que el padre Callahan decía que era: una bendita escotilla
           de  escape.  Ahora  creía  que  no  era  más  que  un  montón  de  mierda.  Exactamente,
           advirtió consternada, lo que Randy tenía en las manos y con lo que había ensuciado

           su pelo y las paredes.
               Se quedó mirándolo sombríamente, con el biberón frío en la mano. ¿Para eso,
           reflexionó, había dejado la escuela secundaria, sus amigos, sus esperanzas de llegar a




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