Page 6 - Las ciudades de los muertos
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Prólogo


           La piedra estaba fría como el hielo y aquel súbito tacto sobre la espalda de la niña la

           hizo serenarse, sofocándole el llanto. La mujer vestida de negro permanecía de pie
           junto a ella y la mantenía sujeta a la mesa de piedra por las piernas y los brazos. Tenía
           miedo, así que apenas opuso resistencia. A poca distancia, el sacerdote continuaba

           cantando con voz monótona, pero aquella letanía era incomprensible para ella.
               Seguramente había sido una de aquellas mujeres de negro quien la había cogido
           en aquella noche oscura. Era tarde y tenía que haber estado de vuelta en casa, pero

           ella seguía jugando fuera, consciente de lo mucho que se iba a enfadar su madre. Las
           calles estaban desiertas y el eco le devolvía los sonidos que hacía. De pronto, aquella
           figura enorme, vestida de negro, apareció de entre la nada, la capturó y la envolvió en

           un manto oscuro y pesado.
               No recordaba nada de lo que había sucedido después, hasta que se despertó en

           aquel horrible lugar. Alcanzó a ver unos arcos de piedra de color oscuro, decenas de
           arcos que se perdían en la lejanía, unas luces brillantes, cegadoras y pudo sentir un
           ligero olor amargo que flotaba en el ambiente. Había mujeres envueltas en vestidos
           negros y el sacerdote, que continuaba con su canto.

               La voz pareció aumentar de volumen. La niña volvió la cabeza para observar al
           sacerdote,  que  en  ese  momento  sostenía  en  alto  un  cuchillo  dorado.  De  pronto,  el

           canto cesó. El hombre se acercó a ella y se inclinó, sonriente. Le acarició el muslo
           con  una  mano  al  tiempo  que  le  susurraba  unas  palabras  al  oído,  palabras  que  no
           significaban nada para la niña. Se incorporó, sin dejar de sonreír, y luego volvió a
           inclinarse para murmurarle al oído. Esta vez, sus labios rozaron levemente su oreja y

           sintió su cálido aliento. Empezó a cantar de nuevo, muy suavemente. La niña volvió
           ligeramente la cabeza para observar aquel rostro que estaba ahora junto al suyo y sus

           mejillas se unieron un instante. Aunque no entendía nada de lo que decía, aquella voz
           era profunda y agradable, y se sintió un poco más relajada. De pronto, se dio cuenta
           de que la mano del hombre, empuñando el cuchillo dorado, estaba suspendida justo
           encima de su cuerpo. Apenas había conseguido articular un grito cuando la afilada

           hoja penetró en su costado, directa al corazón.























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